Nunca el Valencia estuvo tan cerca de conquistar una Champions League como aquel 23 de mayo de 2001. Han pasado dos décadas y todavía duelen a los ojos aquellas lágrimas de Santiago Cañizares que acabaron siendo las de todo el valencianismo. San Siro, el del maleficio, el del coronavirus, el que siempre nos amargó la vida, fue cruel con los de Héctor Cúper y con los miles de valencianistas que confiaban en que a la segunda final iría la vencida. El Valencia no compareció en París. Ni rastro. Milán fue diferente. Por eso dolió tanto.

Cañete, en medio del llanto desesperado con aquella toalla roja, se descolgó con rabia la medalla que le acreditaba como subcampeón de Europa. Aquella decepción, aquel sentimiento de frustración y tristeza se convirtió con el paso del tiempo en orgullo y admiración hacia un equipo y unos jugadores que se habían hecho un hueco entre los grandes y que habían sembrado sin darse cuenta la semilla para ver crecer al mejor Valencia de la historia. Lo mejor estaba por llegar. El equipo se levantó y aquella trágica derrota ante el Bayern de Munich fue el origen de un Valencia campeón.

¿Quién no tuvo pesadillas por las noches con el monstruo de Oliver Khan? ¿Quién no lanzó en sus sueños los penaltis de Carboni y Pellegrino? ¿Quien no hizo fuerza para que la ocasión de Zahovic entrara? ¿Quien no jugó su propio partido haciendo distintos cambios que los de Cúper? Fue un final dramático. Tan doloroso como cerca estuvo la victoria. Dolió en el alma. Casi más que el año anterior por su trágico desenlace.

Había tanta ilusión en la ciudad. Se había aprendido tanto del año anterior. Era el día. Y más después de ver cómo Andersson cometía penalti y Mendieta adelantaba al Valencia desde los once metros en el minuto dos. Cabeza alta y golpeo preciso. Era el día. Y más después de ver cómo Cañizares detenía con el pie un penalti a Mehmet Scholl después de un derribo de Angloma sobre Effenberg. Así se llegó al descanso.

El Valencia había salido con Cañizares, Angloma, Ayala, Pellegrino, Carboni, Mendieta, Baraja, Kiky, Sánchez, Aimar y Carew. Cúper arrancó la segunda parte dando entrada a Albelda por Aimar en busca de solidez al centro del campo en un polémico cambio. Solo cinco minutos después unas manos de Carboni fueron castigadas con penalti. El tercero de la noche. A cuál más discutido. Esta vez Effenberg no falló. Cúper volvía a necesitar a Aimar, pero ya no estaba. El argentino jugó a resistir hasta el final. Los alemanes adelantaron filas. Ayala se exhibió, Cañete se coronó como el mejor, pero ninguno de los dos equipos aprovechó el gol de oro de la prórroga.

Esperaban los penaltis. La agonía final. La suerte esquiva. Cañizares reconoció con el tiempo que sabían que no eran un equipo especialista y que tenían tantas dudas que decidieron que empezaran lanzando los mejores. Paulo Sergio la tira a las nubes. Mendieta repite dentro con una asombrosa serenidad. Salihamidzic empata. Carew cumple. Zickler marca, pero Zahovic falla. Quedan dos penaltis para cada uno. Cañete detiene el de Andersson. El Valencia tiene ventaja. «Por primera vez ahí tocamos la Copa», reconoció Cañizares años después. Por desgracia, Carboni se estrelló contra Khan y el larguero de San Siro. Aquel segundo tuvo un efecto psicológico. Effenberg y Baraja no fallaron.

Llegó la muerte súbita. Gol de Lizarazu, gol del Kily y gol de Linke. «Ya no nos quedaba más para tirar», pensó Cañete mirando al resto del equipo. Era el turno de Pellegrino. No hace falta recordarlo. Solo dejar constancia de su valentía. Por segundo año consecutivo se escapaba la final de la Champions. El equipo luchó hasta al final, lloró, maldijo su mala suerte, pero se hizo fuerte y grande sin darse cuenta. Los mejores años de su historia con Rafa Benítez a los mandos le estaban por llegar.

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