HISTORIA VCF

Entre Orwell, Cindy Lauper y Suso García Pitarch

Hoy el fútbol se ha podrido sin que los que viven tierra adentro hayan tenido tiempo de entender que a orillas de este mar celebramos un empate. Pobres

Entre Orwell, Cindy Lauper y Suso García Pitarch

Entre Orwell, Cindy Lauper y Suso García Pitarch

ALBERT CARDA | @ValenciaMemora

Cindy Lauper desafió el orden establecido lanzando entusiasmada uno de sus zapatos al sonar los primeros acordes de Girls Just Want to Have Fun, no parecía temer la mirada del Gran Hermano que situó Orwell sobre su cabeza mucho tiempo atrás ni tampoco a los millones de telespectadores que seguían el show desde sus confortables salones los primeros días de 1984. El suyo fue un alegato único, una oda a la felicidad aderezada con una coreografía tan irreverente como legítima, una danza escenificada sobre las sombras que amenazaban al mundo, quería pasarlo bien y su grito despejó el cielo y alejó los negros nubarrones que anunciaba la distopia orwelliana.

Con la danza alocada de la artista de Brooklyn aún en mi retina me acerqué al Camp de La Moleta, entonces dos campos de tierra con una cantina que servía los mejores ximos que he probado y cuatro vestuarios con el suelo sin lucir. El juvenil del Valencia se posicionó aquella fría tarde sobre el campo engalanado con una senyera de algodón de Ressy después de emular durante el calentamiento los movimientos sincrónicos que dibujaban sus mayores cada domingo. Viví aquel partido como siempre, detrás de la portería que defendía para la UD Vall de Uxó mi amigo Alfonso Navarro. Tras unos más que intensos noventa minutos el Valencia salió de La Moleta con los dos puntos en juego y el árbitro hizo lo propio escoltado por la Guardia Civil. Yo cené un frankfurt en casa de mi abuela Emilia y me acosté con nauseas, no sabía aún que en pocas horas iba a sumirme en una larga pesadilla. Comenzaba mi 1984 particular.

A los once años no estás preparado para que tu rutina desaparezca a partir del resultado de una analítica, el luminoso trazo que había escrito días eternos en mi cuaderno de bitácora se apagó y me dejó a la intemperie entrado el primer invierno que recuerdo siempre que me sobreviene el frío. Me costó entender que una enfermedad llamada hepatitis me tumbara en la cama que mi abuelo Pepe me fabricó sobre una tumbona de playa para así poder variar la inclinación del respaldo según me apeteciese seguir los Juegos Olímpicos de Invierno de Sarajevo, leer ‘Los Deportes Valencianos’ o dibujar círculos con monedas de cinco duros para revestir las chapas con las que disputábamos nuestra liga particular sobre un tablero de madera que unas veces era el Camp Nou y otras, las más, el viejo Luis Casanova.

Ante la nueva dimensión que tomó mi vida hallé refugio en el Valencia a través de las páginas de ‘Los Deportes Valencianos’, un diario que llegó justo cuando el óxido ya iba ganando terreno en el casco del trasatlántico con el que navegué en los días más felices de mi infancia.

Como mis sueños y el tono rosado de mis mofletes, el Valencia se fue apagando poco a poco aquella temporada que comenzó el sábado 3 de septiembre de 1983 en Gijón. No fue televisado aquel partido, lo escuchamos atentamente en la radio Telefunken de mi amigo Ernesto. Fue uno de los pocos partidos, realmente el único que recuerdo, que pudimos vivir juntos los amigos que, llegados desde diferentes puntos, nos reuníamos cada verano en la playa de Moncofa y nos tostábamos bajo un sol que alargaba los días en que jugábamos a ser Kempes o buscábamos caracoles con los labios hinchados por el salitre que nos rebozaba delante del chalé de Segarra, el lugar donde se levantó junto al mar la plaza en la que muchos años después sonó el Mediterráneo de Serrat mientras yo veía avanzar hacia mí a la mujer más guapa del mundo para casarse conmigo frente a las olas que me modelaron y que algún día balancearán a su antojo lo que quede de mí.

El partido de El Molinón acabó con empate a uno, pero un punto fue suficiente para que sacáramos a pasear nuestro orgullo por las calles del Grao enarbolando la bandera que, llevada a bendecir por los propios jugadores del Valencia a la Basílica de la mare de Déu, Ernesto me regaló aquel verano. Hoy el fútbol se ha podrido sin que los que viven tierra adentro hayan tenido tiempo de entender que a orillas de este mar celebramos un empate, pasar de cuartos en la Copa o lo que nos venga en gana. Pobres.

Entre Orwell, Cindy Lauper y Suso García Pitarch

Entre Orwell, Cindy Lauper y Suso García Pitarch

Los meses que siguieron el Valencia voló hacia lo más alto de la clasificación después de ganar en el Bernabéu con gol de Mario Kempes en otro partido que también se disputó una noche de sábado. El mismo equipo que había rozado el descenso unos meses antes alcanzó mediado octubre el liderato después de remontar un gol de López Ufarte en Mestalla y mi generación grabó a fuego los goles con que Salvador Ribes y Pablo Rodríguez batieron a Arconada antes de que la torre más alta de Mestalla lanzase al vacío a Ícaro en el más elegante de sus vuelos en busca del sol.

El gol de Pablo fue el último que arrancó entre las grietas que traza el cemento de Mestalla un grito auténtico, un alarido con olor a pólvora y azahar antes de que los sonidos metálicos que Orwell soñó se apoderaran de mi mundo. Los primeros días de febrero de aquel 1984 aún continuaba la carrera de Pablo hacia Arconada en mi interior entremezclada con la voz de Valentina en el fragmento de Crónica del Alba que leíamos repetidamente en clase de lengua, pero todo cesó de repente y el Gran Hermano llenó mi espacio con su voz metálica y aquellas terroríficas consignas que cuantificaban los glóbulos rojos. Atrás quedó mi primer amanecer, con aquella voz aterciopelada que recitaba los nombres de mis héroes a través de los primitivos altavoces del Pegaso Comet que conducía mi padre para abastecer de arcillas el rajolar de Mascarell.

Kempes, Bonhof, Arias o Manzanedo, que asomaban por el salpicadero del viejo camión como dioses esbeltos y agraciados, fueron recluidos el la habitación 101 de Mestalla y dieron paso a nuevos aspirantes a héroe que corrían abrigados con chubasqueros de Ressy entre las páginas en blanco y negro de aquel diario que me descubrió crudamente la nueva realidad, esa en la que Ricardo Arias reconocía que fumaba poco pero rubio o Miguel Tendillo afirmaba que el Renault 5 era su coche preferido. Aquellas fotos sin luz ni color que repasaba cada día recostado en la cama a la espera de una analítica amable me presentaron a Revert, Serrat o García Pitarch, nobles guerreros que no consiguieron frenar el descenso a los abismos que el Valencia alcanzó dos años más tarde. La convalecencia se prolongó siete meses en las analíticas pero sigue hoy vigente en mi alma, vive asociada a lo que siento por el Valencia y lo que me llegó a través de los sentidos en una visita al Luis Casanova con la que mi madre decidió celebrar a principios de marzo una analítica esperanzadora que acabó convirtiéndose en un oasis en medio del desierto, el mismo desierto que vi sobre el césped aquel día. Nos creíamos fuera de peligro gracias al vuelo primaveral de Tendillo y al eslálom con el que Pablo Rodríguez nos adentró en el otoño de aquel arrítmico ochenta y tres, pero justo entonces se presentó el año de Orwell con un tipo feo de la mano, con marcas aún de acné juvenil y un peinado que no tenía intención alguna de escapar al contexto. Jesús García Pitarch llegó sin glamour, del mismo modo que marchó tres décadas después sin que nadie, excepto yo, hubiese celebrado su paso por nuestra casa. Irrumpió en el momento en que comenzaban a apagarse los focos sobre la pista, sólo quedaba una última canción, larga y triste, sincera pero decadente, como si Blue Nile hubiese canbiado el destino de su lluvia y en lugar de regar Tinseltown hubiese caído sobre Valencia de forma inmisericorde para convertirse en el decorado del último baile con el que el Valencia gravitó hacia el infierno con la necesidad de reinventarse al son de I Must be Love, nada nuevo en una plaza que siempre se escribió sobre un pentagrama en el que Madness dibujó sin saberlo la imposibilidad de descifrar nuestro sentimiento, cinco líneas paralelas sobre las que Tardor y Bombay edificaron después dos puertas de acceso a nuestra gran fiesta.

Nada de eso nos hace únicos, el Valencia es una canción pero también la vida lo es, solo así se entiende que los sonidos metálicos dejen de resonar finalmente en nuestras entrañas.

Cindy Lauper cantó una canción que libró a la humanidad de la rutina que Orwell imaginó, el Valencia en cambio no pudo escapar poco después a la distopia que necesita periódicamente para continuar instalado en su eterna utopía.

Yo hube de pasar siendo un niño por el purgatorio del nuevo mundo, una entrada rosada con una formación del Valencia difuminada me llevó a ras de césped. Me sentí enfermo en un lugar enfermo, allí donde mi vida se teñía de color mostré mi versión más paliducha mirando con curiosidad a un Sempere vestido de gris mientras García Pitarch batía a Lozano para vencer al Salamanca.

‘Los Deportes Valencianos’ desapareció bruscamente de los quioscos, tampoco la UD Salamanca sobrevivió a Orwell, y el fútbol que se escribía con sangre y barro, el fútbol del que me enamoré, fue amanerándose paulatinamente. Se extirpó la madera de sus porterías, se secó la pintura negra que las recubría justo allí donde se unen el cielo y la tierra, también pasaron a mejor vida los postes arqueados que servían de sujeción a la red haciendo únicas y reconocibles las porterías de los principales estadios.

En un descuido del Gran Hermano, García Pitarch marcó un gol en la portería sur de Mestalla la tarde del domingo 11 de marzo de 1984 y yo volví a sonreír aunque solo fuese por un instante. Siempre se lo agradeceré, su remate y los gritos de Cindy Lauper pidiendo un poco de diversión me alejaron de Orwell, aunque sólo momentáneamente. De algún modo me empecino en seguir apostado tras aquella portería del Camp de La Moleta, ajeno a Orwell, Lauper o García Pitarch. También mi hijo lo hará algún día, se resistirá a dejar de saltar para celebrar el tercer gol de Rodrigo al Getafe, sabedor que en él reside la esencia del valencianismo y de la vida, consciente de que se avecinan voces enlatadas pero los gritos de Cindy Lauper volverán a resonar y partirán en mil pedazos los sueños de George Orwell mientras Suso García Pitarch bate a Lozano en una portería de madera que se levantó en ese oasis permanente en que habitamos.

Entre Orwell, Cindy Lauper y Suso García Pitarch

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