Es complicado de explicar, pero en estos tiempos complicados y difíciles, con todo parado y con la única actualidad llamada coronavirus, es cuando hacemos un esfuerzo especial y rebobinamos en nuestra mente para vivir instantes del fútbol del pasado. La cabeza se abarrota de recuerdos imborrables que cobran un protagonismo especial, mi mente se dispara al pasado de forma absoluta y me inunda de recuerdos que parecían ya perdidos en mi memoria pero que ahora, de golpe y porrazo, son los únicos que se han hecho un sitio. De alguna forma vivo casi exclusivamente de recuerdos futboleros. Y hoy, sin venir a cuento realmente, mi cabeza viaja al pasado y recuerdah a don Enrique Buqué cuando yo daba mis primeros pasos como periodista.

Sonrisa permanente

Y lo primero que recuerdo de don Enrique en su sonrisa permanente y su cara de complicidad cuando me recibía en las añejas instalaciones de Paterna cuando yo era entonces el único periodista que se desplazaba hasta allí todos los días para obtener información de primera mano en una época en la que el periodismo no era tan numeroso como ahora. Y sí, en una de esas temporadas recuerdo siempre a Enrique Buqué con una sonrisa en la boca a las puertas del primitivo vestuario y un día aconteció casi lo imprevisto y algo que recuerdo con un cariño tremendo. Les cuento.

Aliaga y Kempes

Entrenamiento del Valencia CF, viendo en acción de Kempes intentando hacerle una gambeta a Aliaga. En aquel tiempo, el bravo defensa valenciano y del Valencia, hacía méritos para tener un sitio en la plantilla del primer equipo. Y bien, acabado el entrenamiento me acerqué a Enrique Buqué para que me impartiera su enseñanza respecto a los dos jugadores. Con Kempes existían problemas económicos y con Aliaga aplausos por su entrega constante en cada entrenamiento, pese a ser un jugador con una calidad individual justita. Y en esas estábamos, comentando la jugada, cuando me acerqué andando hasta el coche de don Enrique.

¿Y mis llaves?

Él, mirándome con cariño, se metió las manos en su bolsillo y de buenas a primeras puso cara de pánico y asombro al darse cuenta que sus llaves nos estaban en el sitio que él pensaba. Su cara era un poema y lógicamente yo me puse a su disposición por si necesitaba algo y le podía ayudar. Al final, no recuerdo bien, creo que alguien de su familia viajó hasta Paterna para dejarle otras llaves y así pudo marcharse en su coche sin olvidarse jamás de seguir con una sonrisa inolvidable iluminando su cara. Igual todo esto que les cuento les parecerá una chorrada, pero son días que vivimos de recuerdos y el mío hoy va para un tipo genial y estupendo llamado Enrique Buqué. ¡Qué grande!

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