LOS PERROS DE ISABELLA ROSSELLINI me saludan al entrar al estudio y me saltan a las rodillas. Darcy, efusivo, entrenado como actor, está excitado. Lo acaricio, ladea la cabeza y saca la lengua con coquetería. Nadie conoce mi secreto, pero yo me maravillo del prodigio: si esta escena hubiera ocurrido hace un año, me hubiera escondido debajo de la mesa. Hasta que Ona llegó a mi vida. Y su mirada que viene de lejos, como la de los recién nacidos, me ofreció un salvoconducto para entrar en su mundo, de puntillas, con unas primeras caricias torpes que hoy se han convertido en un pequeño ritual de cariño doméstico.