Hay ocasiones en las que Marcelino parece continuar siendo futbolista. Sus continuas protestas a los árbitros son un buen ejemplo de ello. Ajeno al pésimo mensaje que envía a sus pupilos -vean lo que sucedió con Paulista, sin ir más lejos-, el entrenador valencianista tiene que ser llamado al orden casi cada jornada por el colegiado de turno. La diferencia debería estribar, pero no lo hace, en que el asturiano peina 52 años y a esa edad las tonterías son las mínimas. Otro ejemplo lo tenemos en cómo planteó el partido ante la Unión Deportiva. Después de criticar el exceso de confianza de sus chicos el otro día ante el Alavés, no dispone otra cosa que dejar en el banquillo a Garay, Guedes y Zaza y alinear, en la línea de creación del equipo, nada menos que a Gil, Kondogbia, Coquelin y Maksimovic. Si vosotros creéis que podéis ganar solo con enseñar el escudo de la camiseta, yo también, pensó. Y no.

Habría que recordarle a Marcelino que los cuarenta puntos que el Valencia ha cosechado en la primera vuelta se basaron en la coherencia. Durante el primer tramo del campeonato, ese en el que parecía que todo había cambiado, el discurso del banquillo era inatacable y la alineación siempre la misma. Uno podía matizar los méritos de Montoya o Rodrigo, pero lo cierto es que en el once se alineaba jornada tras jornada lo mejor del repertorio a disposición del míster. Y la cosa funcionó. Incluso cuando se inició el bache, normal en un conjunto con tantas incorporaciones, más profundo si cabe por las lesiones registradas, se mantuvo un criterio inapelable. Uno veía los partidos y sabía, poco más o menos, quién iba a jugar al domingo siguiente, algo tan propio de los equipos grandes como desconocido en el Valencia desde que aterrizara por estos pagos Unai Emery, con el que todo empezó a estropearse.

Y de repente esto. De repente el regreso a la incertidumbre, a los golpes de inspiración, a reservar a Zaza para el Alavés (sic) o a dejar a Guedes en el banco justo el día en el que sumar los tres puntos es más asequible. Como si los tres puntos regalados en Gran Canaria no tuvieran el mismo valor que los que se disputarán la próxima jornada ante el Madrid. Todo lo cual es más grave si se tiene en cuenta que el equipo ganó en La Coruña gracias a dos errores defensivos flagrantes de los gallegos y al Alavés por dos regalos de Sivera, de modo que son ya tres partidos ante equipos del fondo de la tabla en los que el desempeño del Valencia ha sido más que deficiente y el criterio del entrenador en el once tan imprevisible como, en la práctica, equivocado. La soberbia no es el sendero más aconsejable a estas alturas de temporada. Tanto menos en un club que, como casi ningún otro, es capaz de pasar del lado bueno al lado malo en un parpadeo y de forma irremisible.

Ayer el Valencia jugó como se supone que debe hacerlo ante el colista de la Liga durante diez minutos. El resto del partido rozó el ridículo, salvo en algunas fases en las que no lo rozó sino que se revolcó en él sin remisión y no sufrió un correctivo más severo porque la pobre Unión Deportiva es un enfermo terminal al que solo un milagro, o esperpentos como el Valencia de ayer, pueden salvar del descenso de categoría. Que a estas alturas nos intente Marcelino convencer de que Gil y Maksimovic son los interiores con los que el Valencia tiene que competir en primera división se acerca a la tomadura de pelo. Como lo fue la actuación de la pareja Kondogbia-Coquelin. Un despropósito permanente, un juguete roto que convirtió en fenómenos a sus iguales amarillos, entre los que Tana dio un recital que no se recordaba en la isla desde los tiempos de Setién. Por no hablar del despliegue del dúo calavera Mina-Rodrigo, que crece en su irrelevancia de manera directamente proporcional a los halagos que les llegan desde los cenáculos del engañagradismo.

Suerte tiene Marcelino de que esta temporada tanto Villarreal como Sevilla no han dado con la tecla ni en los fichajes ni en los entrenadores. De otro modo, errores como el de regalar tres puntos en Las Palmas le iban a costar muy caros. Es de esperar que esta cura de humildad le abra los ojos.

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