La resignación es una palabra que sencillamente no existe en el vocabulario de un granota. La historia del Levante UD está plagada de constantes zancadillas, de heridas que han ido dejado cicatriz en la memoria perenne de un sentimiento tribal, cuyo legado ha ido pasando, de generación en generación, salvando los obstáculos del momento.En el fútbol, la ilusión es la divisa más valiosa, y la más volátil. Orriols no es distinto a los demás en este sentido. El factor diferencial, es el invariable escepticismo de una hinchada que no olvida un pasado repleto de exilio y desazón.

Esta temporada no está siendo fácil para los granotas. Cualquier atisbo de esperanza ha ido apagándose, víctima de las expectativas fijadas por los propios dirigentes de la entidad -que prometieron un salto de calidad-, y alentadas por un arranque de liga implacable.

El fin del liderazgo de Muñiz, la inoperancia de Tito, el incomprensible Boateng, la efervescencia de Bardhi, el parche de Ünal, el esperpento de Fahad, y el fracaso incontestable en dos mercados de fichajes consecutivos, han llevado al graderío del Ciutat al límite.

Llegados a este punto, ya no hay más margen de maniobra, y tan sólo queda encomendarse al revulsivo de Paco López para conseguir el objetivo de la permanencia. Es la última esperanza.

Desde siempre, el levantinista vive inmerso en un constante debate existencial, atrapado en una bipolaridad que contrapone la rebeldía del que nunca se rinde, con un fatalismo crónico de raíces profundas.

Cualquier análisis objetivo calificaría la gestión de este curso como nefasta, pero en esa dicotomía entre la cabeza y el corazón, el hincha nunca duda, y el seguidor azulgrana aún menos. Para mantener viva la llama, como en tantas ocasiones, el levantinismo continúa dispuesto a plantar cara al abismo, en una competición devaluada y que no exigirá más de 3 victorias para poder continuar un año más en la máxima categoría. No estamos tan lejos. Se puede.

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