Todo en un Mundial se somete a un escrutinio tan exhaustivo, los intereses partidistas son además tan heterogéneos, que uno ya no sabe a qué atenerse cuando apaga el televisor o cierra el periódico. El nivel de histerismo en algunos ha alcanzado tales cotas que ni siquiera la inapelable realidad de que a España le baste un empate ante EspañaMarruecos para pasar a octavos de final parece suficiente para calmar los ánimos. No parecen tampoco referencias válidas que estemos asistiendo al campeonato del mundo más igualado de la historia o recordar que hace cuatro años a estas alturas, y ante selecciones de un nivel similar al de las que hemos enfrentado en Rusia, ya estábamos preparando las maletas para volver a casa. El análisis, como pasa siempre en España, se hace en virtud de si nos cae bien o mal tal o cual seleccionador, dirigente federativo o alternativa escogida al delantero local que, por añadidura, tiene que jugar siempre por el mero hecho de militar en el club al que uno mal que bien tiene rendido el amor.

Un análisis sosegado, por fortuna, no puede sino dejar abierta la puerta del optimismo. Hay que tener en cuenta, para empezar, que la Roja ha sobrevivido a dos situaciones absolutamente anormales, a las que solo equipos dotados de un espíritu de grupo muy fuerte pueden sobreponerse. La primera, nada menos que ante el actual campeón de Europa, fue la calamitosa actuación de su guardameta. No hay más que recordar el devastador efecto que para Argentina tuvo el error de Caballero para demostrar lo difícil que resulta para el ánimo colectivo verse castigado por algo tan pueril y evitable como un regalo del arquero.

En Rusia, la reacción española ha sido otra, una repleta de carácter combinado con calidad futbolística y goles. Para algunos, sin embargo, ello no fue suficiente y no dejaron de señalar que la Roja debería haber matado el partido cuando pudo. Como si el rival no jugara ni un tal Cristiano no esté demostrando por qué lleva tantos balones de oro como Messi. Los cenizos ya comparan los tres tantos encajados ante Portugal con los que no encajamos en todo el Mundial hace ocho años, como si errores individuales y, por tanto, coyunturales pudieran ser extrapolables.

La segunda gran anomalía fue la actitud de Irán en nuestro segundo partido. Hemos visto ya suficiente campeonato para poder decir que ninguna selección ha utilizado, ni de lejos, una estrategia tan antideportiva como la que Queiroz puso en marcha contra la Roja, exagerada si cabe por el favorable resultado que los persas habían cosechado ante Marruecos. Hemos observado equipos que han salido a esperar, líneas defensivas más o menos pobladas, pero nadie, absolutamente nadie ha tenido que hacer frente a una práctica tan descarada del más condenable antifútbol.

Y, sin embargo, mientras en otros países se ha condenado, con severas críticas a Queiroz como no puede ser de otra manera, esa perversión del deporte, aquí en lo que muchos inciden es en el descontrol en el que por momentos cayó el equipo después del gol de Diego Costa. Como si, de nuevo, no tuviéramos ya aprendido que un Mundial es otra cosa y aquí todas las selecciones juegan como si les fuera la vida a cada uno de sus futbolistas en ello y que las diferencias entre unos y otros se han reducido a la mínima expresión desde que para jugar al fútbol hay que ser atleta además de saber tocar el balón.

Un análisis, en definitiva, reductivista, que proviene casi siempre de quienes no tienen en su cabeza otra cosa que el fútbol de clubes, en el que, por un lado las diferencias de calidad entre plantillas son desproporcionadas a favor, precisamente, de los clubes con los que muchos histéricos sueñan en sus noches de éxtasis -Madrid y Barcelona- y en el que, por otro, a lo largo del año no se dan más que un puñado, siendo generoso, de partidos disputados a cara de perro, con futbolistas que llegan al final de los noventa minutos arrastrando materialmente las espinilleras después de haberlo dado todo. Muchos todavía no entienden, seguramente porque no pueden, que un Mundial es otra cosa, que aquí no se juega por dinero sino por prestigio personal y por el orgullo de defender un escudo y una bandera y que el Real Madrid barrería sin remisión al Rayo de Teherán, pero el seleccionado nacional de Irán puede poner en problemas a cualquiera, tanto más si utiliza armas tan condenables como condonadas por todos esos que de verdad creen que se puede ganar este campeonato sin sufrir.

Esto no ha hecho más que empezar, pero nada de lo que hemos visto por ahora puede erosionar un ápice nuestro ánimo. Todos los elementos que nos hacían fuertes siguen presentes. Nos ha fallado el portero, sí, pero de repente hemos encontrado un delantero. Silva no ha aparecido tanto como otras veces, sí, pero Isco está siendo el mejor futbolista del mundial. Irán nos creó ocasiones de gol, sí, pero no las materializó. Yo veo a la Roja en el buen camino, aunque quizás sea porque no la comparo con el Madrid o el Barcelona, que sinceramente me importan un comino.