En su primera versión como técnico del Valencia, Javi Gracia se distinguió por la mesura frente a un panorama complejo en el que su principal misión era dedicarse al banquillo y encontrar el punto de equidistancia entre no convertirse en un integrista ni tampoco en el funcionario que ya adelantó que no era. Aquella primera impronta no tuvo que ver con la siguiente, cuando en vísperas del Derbi salió con un cinturón de explosivos y el detonador en la mano. Ni qué decir con la última, en la que ni corto ni perezoso pulsó el botón.

De momento sigue en el cargo, pero si no ha dimitido es porque le obligan a pagar los tres millones de la penalización. Desde que se anunció su fichaje han pasado poco más de dos meses y la grieta con la propiedad es tragicómica, como esos divorciados que por el yugo económico comparten techo y no lecho. Menos de cien días para volar un proyecto que no es proyecto ni es nada y que ahora solo depende de la comunión entre el técnico y un vestuario por el que lo primero que hizo fue dar la cara cuando vinieron los impagos y al que ha tenido que dar explicaciones.

Mutua y mala elección

Gracia ha aireado rasgos de su perfil que lo definen como un hombre tajante que se ha revuelto al borde de la negligencia contra una situación que considera del todo inadmisible y que efectivamente lo es. Pase lo que pase tendrá siempre el aprecio general del valencianismo. Si algún día lo destituyen, que es lo que le habría gustado, no será porque esté más en entredicho de lo que él mismo se ha puesto. Sobrevivirá a cualquier catástrofe. Pero eso no quita para reconocer que él y el Valencia se eligieron malamente el uno al otro. Eso sí, de esta quien sale peor parado no es ni de lejos el entrenador, el único que habría sido capaz de detener la crisis institucional y que las cosas no continúen pudriéndose.