Adiós a la hipérbole

Pienso en las canciones, libros y películas que recrearán la mejor final de la historia

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SOCCER-WORLDCUP-ARG/ / MARTIN VILLAR

Vicent Chilet

Vicent Chilet

En 2016, Pablo Aimar se aventuró en la escritura con el relato «El Maracaná de la calle España», un proyecto solidario junto a otros 24 futbolistas. Pablito viajaba a los años 70, al recuerdo idealizado de un derbi de barrio cordobés, decantado con el gol final de su padre, Ricardo Aimar, con un remate de «pata de catre», la definición regional del disparo de rabona. No hay vecino en Río Cuarto de la época que no recuerde la historia y que no diga que estuvo presente aquella tarde, en una canchita sin gradas, en un partido sin crónica impresa. «Cuento lo que mi padre recuerda de ese gol, lo que la gente dice que recuerda de ese gol y lo que yo imagino que fue aquel gol», dice Aimar cuando se le pregunta por aquel duelo.

Aquel cuento de Aimar entronca directamente con la tradición de fabulación argentina en la construcción de relatos orales relacionados con el fútbol. Una querencia apasionada por la hipérbole, presente en otras leyendas. Informe Robinson desclasificó la del Trinche Carlovich, aquel jugador del que apenas existen imágenes, pero del que Maradona y Menotti decían que fue «el mejor jugador en la historia del fútbol argentino». Roberto Fontanarrosa dio vida al ficticio Viejo Casale, hincha talismán fallecido en la victoria de Rosario Central ante Newell’s el 19 de diciembre de 1971. Un cuento que ha ganado en inmortalidad al propio partido.

Yo mismo asistí a la evocación de los habitantes de Humahuaca, pueblito perdido en el interior andino de Argentina. Hasta aquel rincón a más de 3.000 metros, cerca de la frontera con Bolivia, la Albiceleste de Bilardo se concentró para adaptarse a la altitud que se encontrarían en el Mundial de México. Una vez instalados, los internacionales disputaron un partido contra el equipo local, compuesto por mineros y maestros de escuela que me describieron con todo lujo de detalles la derrota por 6-4 de la famosa selección, en un pasto de tierra «habitado por serpientes». Maradona, «flor invencible», se rebeló con cuatro tantos que no evitaron la victoria del Club Sportivo Humahuaca.

De regreso a València, investigué sobre aquel partido, que sí tuvo lugar pero con matices. Era una práctica de entrenamiento y no había jugado el Diego, ocupado en Europa construyendo su leyenda napolitana. Saber (toda) la verdad no me alteró la trascendencia profunda del asunto. La épica comunitaria no se corresponde siempre con la verdad, sino con la astucia de saber recrear el relato transmitido, como cuando García Márquez agrandaba la figura totémica de Fidel Castro contando que una vez en La Habana le vio engullir 28 bolas de helado.

Desde la victoria de Argentina y su tercera estrella mundialista no paro de imaginar cómo envejecerá su relato. Pienso en cómo los nietos de Aimar contarán lo que su abuelo les transmitió sobre aquella llegada a una Buenos Aires colapsada por el éxtasis, con centenares de miles de aficionados colgados de semáforos, farolas, marquesinas, obeliscos y estatuas de héroes libertarios, lanzándose al autobús desde puentes. Un Mundial de invierno y petrodólares, gris y corrupto, en un deporte demasiado higiénico y alejado, que el verano austral argentino volvió luminoso y colorido en los festejos.

Los ídolos descamisados, tomando licor fernet y confundiéndose con el pueblo, «mar de fueguitos», como si aquel viejo fútbol de infancia de partidos infinitos de potrero nunca se hubiera extinguido, como si el tiempo se hubiese detenido en 1986. Desde que Argentina derrotara a Francia imagino la cantidad de canciones, películas, series, libros, podcast y conversaciones de bar que explicarán que aquella fue la mejor final de todos los mundiales, y que el recibimiento a los campeones fue el episodio más multitudinario y salvaje de la historia del deporte. Y todo será real porque todos lo vimos en directo y nadie podrá alegar, esta vez, el uso de la hipérbole en el país más exagerado del planeta.

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