Algo cambió en la historia del balompié cuando los ingleses sufrieron dos duros golpes. Por un lado, tras la tragedia de Heysel, fueron castigados sin poder participar en competiciones europeas. En la final entre la Juventus y el Liverpool, en mayo de 1985, murieron 38 personas y fueron heridas otras 450. FIFA y UEFA decidieron que el caos había llegado a su máximo apogeo, y prohibió la participación de todos los equipos profesionales ingleses en partidos fuera del Reino Unido, por tiempo indeterminado. Del mismo modo que el bloqueo político a una isla como Cuba genera hambre y miseria en sus habitantes, el aislamiento futbolístico tuvo sus consecuencias, entre otras el hambre de éxito por la falta de competitividad internacional de aquellos equipos fuera de su isla. La única solución era renovarse o morir.

Tragedias

Cinco años después, la UEFA ofreció la readmisión, si la Federación apoyaba las normas europeas contra la violencia en el deporte, con el respaldo del Gobierno británico. De puertas afuera, la mano estaba tendida. Pero de puertas adentro, los ingleses iniciaron a principios de aquella década una transformación profunda en sus estructuras, en la seguridad de los estadios, en las instalaciones, en el estado del césped. En definitiva: en la forma de entender el deporte. Ya lo tenían en mente, tras el segundo golpe: la tragedia de Hillsborough Nada menos que 96 fallecidos (entre ellos un niño, el primo de otro niño llamado Steven Gerrard) y 776 heridos constituyeron el terrible balance. Era evidente que el problema no era Europa, sino ellos mismos. Es inevitable hacer un paralelismo metafórico con el Brexit.

Medidas

Es cierto, no obstante, que los ingleses tienen su propia forma de hacer las cosas y, cuando se les escucha, y sobre todo cuando se les deja hacer, saben iluminar el camino con creatividad. Que conduzcan con el volante a la derecha no es fruto del azar. Renovaron la marca, los céspedes, las infraestructuras, y la televisión intuyó el filón e inyectó dinero a espuertas. Pero, por encima de todo, tomaron medidas a largo plazo, en un mundo en el que el ser humano calcula sus intereses con urgencias. Invirtieron en educación, para orientar a los locos bajitos que son los aficionados de ahora. La policía creó grupos especializados, la tecnología permitió la identificación y el acceso a los estadios, se prohibió el acceso de por vida a los hooligans violentos... En definitiva, cambiaron el negocio. La Ley BosmanConvirtió el fútbol en un traspaso perenne.

Condiciones

Sobre tapetes verdes como mesas de billar, hoy los jugadores trazan líneas geométricas imaginarias, sin desniveles, sin barro, sin charcos, con balones de última generación cosidos en países subdesarrollados. La exigencia de transparencia ha conllevado la justificación jurídica -que no moral- de seleccionar mano de obra barata en países del tercer mundo, adecuando las condiciones a la ley del libre mercado. ¿Por qué no, si estamos en un mundo libre? Sobre todo, para unos pocos. Los precios de la burbuja futbolística no dejan de crecer en un mundo en el que el capitalismo ha ganado la partida a los himnos y las banderas de los países. A cambio, las guerras en el mundo occidental se reducen, porque la batalla de egos y orgullos patrios se restringe a un campo de hierba de 110x75.

Esencia

El nuevo estilo se ha extendido, con sus grandes aciertos y nuevos problemas. Uno de ellos es que se ha perdido la esencial del deporte de contacto: el choque. Los jugadores se han convertido en muñecos de porcelana, a las que se les aplica la tecnología total y las dietas más estrictas, para que puedan rendir lo máximo posible cada tres días, en una cuesta interminable de partidos. Se cascan, pero menos. Pero se ha perdido la magia que generaban los factores imponderables: la niebla, la nieve, la lluvia, el fango. La televisión ha cambiado la historia de este deporte. Mil cámaras velan por cada detalle. Pienso en ello cuando veo el choque de cabezas entre Gameiro y GameiroPiquéEl chichón en la ceja del valencianista era considerable, y supuso su cambio en el minuto 39. Aunque el Valencia arañó un punto, en el año del empate sistemático.

Memorabilia

Inmediatamente me viene a la mente la cabeza vendada de Bossio, en la 87/88, en el mismo escenario, contra el mismo rival. El Valencia, con Di Stéfano de entrenador, asaltó el fortín inexpugnable del Barça, con 0-1 y gol de nuestro superclass autóctono, Arroyo. Antes, Bossio se abrió la cabeza en un choque y recibió cinco puntos de sutura. Pero decidió unilateramente volver al césped. La imagen, con un dramático vendaje en la cabeza y la camiseta blanca manchada de sangre, quedó grabada en la retina de la memoria colectiva, quizá como una de las tres estampas más fácilmente asociables a la entidad de toda la historia. Hoy en día, aunque un jugador decidiera seguir tras un choque así, probablemente no sería autorizado. En este camino al progreso, con más protección y vigilancia que nunca, se ha perdido otra forma de espectáculo: la de la épica.

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