Destituir a un entrenador tiene algo de ritual orgiástico. El sacrificio se comete casi siempre con alevosía y nocturnidad. La cabeza se ofrece sangrante y en bandeja de plata a la diosa afición, que jalea y asiente. He visto a directivos vibrar y hasta excitarse ante el momento sin duda sublime de cargarse al entrenador, babear mientras chivan la primicia a través del teléfono a algún que otro amigo, seguramente periodista. Pero no. Emery, de momento, puede estar tranquilo. Es más, no sólo puede, sino que también debe estarlo. No tiene por encima gente de esa calaña y las cuentas tampoco dan para vicios caros. Ni la afición ni quienes gestionan la entidad que le paga desean verse en breve en situación de despedirlo, sino todo lo contrario. Su problema es que al equipo no le metan tantos goles y ganar los suficientes partidos para estar cuanto menos en puestos de Liga de Campeones. ¿Es eso exigir demasiado?

Otra cosa es el debate público. Aquello de dar mucho y pedir poco queda para los anuncios de El Corte Inglés en el Día de la Madre. En Valencia, bien lo sabe Albelda y ya irá comprendiendo Emery, cuando gane le pedirán que sea atrevido y cuando pierde o empata que sepa nadar y guardar la ropa. Por eso el aficionado es aficionado y quien tiene la responsabilidad de tomar decisiones debe hacerlo con rigor y frialdad, sin dejarse arrastrar por la corriente. Pero lo mejor que podemos exigir a unos y a otros, a Emery, a Albelda, a la afición y a quienes gestionan el club desde los despachos, es precisamente eso, exigencia. Mucha exigencia.