Tal y como está montado el fútbol, la supervivencia de los clubes de primer nivel pasa desde tiempos inmemoriales por jugar todos los años la Champions, un mantra instalado en el subconsciente hasta de los que preferimos poner el foco en el césped de Mestalla antes que en los balances y powerpoints de las Juntas de accionistas. Sin embargo, en un día en el que a diferencia de los de Copa no existe debate respecto a si las prioridades económicas y las deportivas van cogidas de la mano, el partidazo de hoy debería servir también para desmontar otro mantra cuya vigencia resulta más que discutible. A nivel económico tal vez sí, pero deportivamente no es suficiente con limitarse a estar en la fase de grupos de la máxima competición europea. Fuera de los octavos de final por sistema una temporada detrás de otra, y sobran ejemplos a los que agarrarse, pocos equipos de primer nivel aguantan el tirón sin perder en influencia y jerarquía, ya provengan los dineros de Catar o de Singapur. Por recordar lo dorado, el embrión del Valencia de las Ligas y la UEFA se gestó en grandes noches europeas y esa es, dos décadas después, la asignatura pendiente de una entidad a la que no se exige que vuelva a jugar finales a pares pero sí el mínimo de que con ambición supere cortes y fortalezca su identidad.

Por encima del contexto

En un club donde el plan es que no hay plan, la realidad es que el Valencia lleva dos años seguidos tropezándose con la misma piedra. Pero también lo es que por fortuna sigue a tiempo de no darse de bruces contra el suelo. Con lo que cuesta meterse en la Champions no es de recibo llegar para irse a las primeras de cambio y sin dar la talla en los días de enjundia. Y eso por no entrar en la peligrosa espiral de elegir entre si levantar o no el pie contra los Betis de turno. Más allá de las idas y venidas de un Celades con mucho crédito que ganar si supera un listón con el que no pudo Marcelino, de los riesgos que el técnico asuma de inicio y del umbral de sacrificio de futbolistas dispuestos a infiltrarse o tirarse en plancha, la versión de hoy tiene que ser como la de Stamford Bridge. La de un equipo a la altura de las circunstancias, del primero al último, por encima de un contexto a priori adverso. La clave no está en Coquelin, Rodrigo o Garay sino en la atmósfera de Mestalla. Si la comunión con la grada vuelve a funcionar, esto no hay Chelsea ni nadie que lo pare.

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