Opinión | Amor incondicional

Inés Martín Rodrigo

La vida sin Paul Auster

Fue dolor lo que sentí al conocer la noticia de la muerte del escritor, la aflicción que provoca la amarga certidumbre de saber que podré regresar a las memorables páginas que dejó escritas, pero ya nunca habrá una "nueva" novela suya

El escritor Paul Auster.

El escritor Paul Auster. / LAP

Podría rellenar este artículo con citas extraídas de la obra de Paul Auster (1947-2024), pues su vida y su literatura han estado siempre entrelazadas (lean 4 3 2 1 y lo comprobarán), bailando al ritmo de la música del azar, como el título de una de sus mejores novelas. Podría, de ese modo, arrancar estas líneas con el final del primer párrafo de La invención de la soledad, otro de

más brillantes: "(...) cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos. La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia. Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento".

Podría, asimismo, recurrir a aquello que un día le dijo el poeta George Oppen a propósito de la vejez: "Qué cosa tan extraña le sucede a un niño pequeño". Podría, también, recordar esta frase de Baumgartner, el protagonista de su última novela, su testamento literario, a la "terapeuta de duelo" a la que va para enfrentarse al fallecimiento de su mujer: "Las personas mueren. Mueren jóvenes, mueren viejas y mueren a los cincuenta y ocho. La echo de menos, eso es todo. Era la única persona a la que he querido, y ahora tengo que encontrar el modo se seguir viviendo sin ella".

Otros artículos de Inés Martín Rodrigo

O podría, igualmente, recordar la carta que el 8 de abril de 2009 Auster le escribió a su amigo J. M. Coetzee: "Me he pasado los últimos meses sumido en un estado de dolor y melancolía. Ha sido una temporada de muerte, una época de entierros, funerales y cartas de pésame, y aunque los titulares anuncian la desintegración de nuestro imperfecto y desigual mundo, esas pérdidas privadas me han conmovido mucho más que el caos que está arrasando el mundo en general (...) Me digo a mí mismo que debería guardarme mucho de sorprenderme, que así es la vida, que todos somos seres mortales y que nuestro fin puede acaecer en cualquier momento, pero esa perspectiva más amplia no me ofrece ni la más pequeña brizna de consuelo. Me da muchísima pena. Sencillamente no tiene remedio".

Lidiar con la muerte

Pero serían sólo eso, posibilidades, cobardes intentos de eludir el dolor, de evitar lidiar, narrativamente, el único modo que conozco, con la muerte. Porque sí, fue dolor lo que sentí al conocer la noticia del 

. La aflicción que provoca la ilógica certeza de una vida truncada, interrumpida por la enfermedad, siempre cruel, devastadora, injusta, incomprensible. La amarga certidumbre de saber que podré regresar, como he hecho en estas líneas, a las memorables páginas que dejó escritas pero nunca volveré a leer nada nuevo de él, ya no habrá una "nueva" novela suya. Me estremezco al pensarlo, mis dedos tiemblan al convertir en realidad, escribiéndola, semejante reflexión.

Aunque la orfandad a la que ahora debemos enfrentarnos sus lectores dista un abismo tan enorme como una vida entera, compartida, del sufrimiento que empieza a atravesar (el duelo es eso, un tránsito a veces interminable, un estado de ánimo, un modo de vivir desde el morir) Siri Hustvedt, su mujer. Hace poco más de un mes, me escribió. Me mandaba un abrazo y me decía que "la historia del cáncer" continuaba. Había estado en Madrid para recibir un premio literario. En las fotos se la veía cansada, su rostro empezaba a reflejar la tristeza de un desenlace que entonces nadie, ni siquiera ellos, podían intuir tan próximo.

Tuve la suerte, no, el privilegio de conocerlos, de verlos juntos, y puedo afirmar, sin miedo a caer en la grandilocuencia, que he conocido a pocas parejas que se amaran desde un respeto tan sincero. En el libro Una vida en palabras, Auster le confiesa a la profesora I. B. Siegumfeldt que "Siri es una de las personas más inteligentes que he conocido en la vida. Ella es la intelectual de la familia, no yo". Algo parecido me dijo a mí cuando le entrevisté en Madrid con motivo de la publicación de 4 3 2 1, una novela que escribió "Para Siri Hustvedt".

Aquella tarde, Auster portaba la misma mirada, penetrante y profunda, capaz de desarmarte y llegar a conocerte en un parpadeo, que le vi mostrar dos años después en Oviedo. Hasta la capital asturiana viajó para acompañar a su esposa, premiada con el Princesa de Asturias de las Letras, el mismo galardón que él recibió en 2006. Durante los días que allí estuvo, se mantuvo en un discreto segundo plano. Advirtió que no daría entrevistas. En el hotel en el que se alojaron, en las calles por las que pasearon, en los restaurantes que visitaron, en la ceremonia de entrega, Auster estuvo al lado de Hustvedt, pero detrás. Quería que las cámaras la enfocaran a ella, y así fue.

Ese amor incondicional, puro y desinteresado, que ha llevado a Hustvedt a cuidar de su marido, sin alejarse de su cama en ocasiones ni siquiera para comer (se negaba a viajar, sólo lo hacía si el desplazamiento la permitía regresar en dos, tres días), durante el tiempo en el que los dos han vivido en cancerland ("la tierra del cáncer"). Así definió ella el territorio ignoto que comenzaron a habitar en marzo de 2023, tras el diagnóstico de Auster, de cuya evolución, tanto en lo personal como en lo médico, Hustvedt fue dando cuenta en su perfil de Instagram, en una suerte de diario anticipado de duelo, como aquel que escribió Roland Barthes.

Hoy no puedo dejar de mirar la fotografía de Auster observando embelesado a su nieto Miles, nacido en enero. La tomó Spencer Ostrander, esposo de su hija Sophie. Esa imagen, de una belleza conmovedora, es la evidencia de que, pese a todo, la vida sigue, aunque sin él, sin ellos, ya no será igual.