La lealtad de Pepelu

Anotados los daños emocionales, hay que explicar por qué llegan a romperse historias tan idílicas. Y la palabra traición no está entre las causas en todos estos relatos

Pepelu, durante un partido del Levante frente a la Real Sociedad

Pepelu, durante un partido del Levante frente a la Real Sociedad / Francisco Calabuig

Vicent Chilet

Vicent Chilet

Antes que un juego, mucho antes que un negocio, el fútbol fue una historia de fidelidad. Por esa esperanza última seguimos acudiendo a los estadios. Una lealtad que empieza en uno mismo, en el aficionado que guarda a buen recaudo su memoria. Aunque todo lo que le alcance a la vista en este deporte parezca un horizonte devastado, de ese secreto no tiene que dar explicaciones. Nos emociona la lealtad en cualquiera de sus expresiones, que no siempre son de trazo fino ni exentas de contradicciones. El martes, en Viveros, Fito Páez daba un volantazo a la letra de ‘Circo Beat’ para ensalzar a Fabi Cantilo, el primer amor. Cuarenta años después, todo está bien, siempre hay un camino de regreso. La historia de Pepelu con el Levante UD tenía (y tendrá con el tiempo) ese material mágico que necesitamos que nos conmueva. El chico canterano impulsado al primer equipo desde el calor de la grada y no desde la planificación de un club, que lo había condenado a la travesía de las cesiones. El futbolista de la casa que, tras un descenso y libre de contrato, decide renovar por diez años y activar una corriente de autoestima justo en el momento más crítico.

Por todos esos motivos su más que probable fichaje por el Valencia deja un cráter en el Ciutat de València. Una operación que impacta porque, en su década dorada, el levantinismo había podido girar un cauce que había sido asumido con naturalidad durante décadas. Había renacido un derbi y con Iborra, Morales o Roger se había corregido la tendencia histórica que llevaba Pepe Paredes, Sergio Manzanera, Nando, Juanfran o Vicente hasta Mestalla, porque persistían un par de divisiones de distancia. Para encontrar una similitud con el caso de Pepelu habría que remontarse a un siglo atrás, cuando los fichajes de Rafa Peral y Enrique Molina desataron la furia de los aficionados y de las plumas gimnastiquistas en la prensa de la ciudad. A este lado de Primado Reig ese trago amargo nos es familiar. El trauma Mijatovic no se ha diluido ni con el relevo generacional. Es nuestra particular versión de Moacyr Barbosa para los brasileños. Anotados los daños emocionales, el foco debe ser amplio y explicar por qué llegan a romperse historias tan idílicas. Y la palabra traición no está entre las causas. Del mismo modo que el abuso épico del infortunio en la definición de los clubes suele ser un recurso literario para maquillar malas gestiones crónicas, la reflexión final que empuja a un jugador de la casa a abandonar el equipo de su vida, tiene poco de deslealtad. O, en todo caso, es el futbolista quien así la siente desde su propio club. La verdad final en el fútbol (y hasta en política) se comprime en mensajes cortos, fácilmente digeribles y bien conectados con las vísceras. Ha funcionado, a medias, en casos como el de Carlos Soler y es probable que se imponga en el de Pepelu. Pero la realidad suele ser mucho más compleja y quizá convenga esperar algunas décadas, como en los directos de Fito Páez, para comprender que aquella vieja lealtad ha resistido a todo.

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