Opinión

Rafa, en nuestra vida

El placer era observar cómo Nadal torcía, en cada torneo, el destino que parecía contrario

French Open - Day 2

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En los primeros 90, me fascinaba ver los partidos de Sergi Bruguera en Roland Garros y los Tour de Miguel Induráin en compañía de mi yaya materna. Ella siempre había soñado con vivir en Francia y observar esos paisajes por la televisión era lo más cercano que tenía a poder tocar ese sueño. Murió cuando yo tenía 10 años.

Tuvo tiempo suficiente para transmitirme su sentido de la lealtad y su coraje. Años más tarde, he tenido el placer de comentar las proezas de Rafa Nadal junto a mi madre. De ella, también he aprendido a intentar pelear cada bola en la vida con entusiasmo, por duro que sea el revés recibido, y a dar la mano tras la derrota. Ahora, que Rafa nos deja, esas conversaciones se nos quedarán traspapeladas en la memoria y las emociones también. En definitiva, Rafa Nadal no sólo está en la Historia, sino que forma parte de la nuestra.

Siguiendo con las confesiones, contaré que la primera vez que mi foto salió publicada en Superdeporte fue en el otoño de 1995, cuando, con 12 años, participé en una masterclass que impartían Arantxa Sánchez Vicario, su hermano Emilio y Sergio Casal en el antiguo centro comercial Nusico. Emilio envió a la red las dos bolas del peloteo que jugué con él. Evidentemente, lo hizo a propósito, para que pasara el turno al siguiente participante.

Sin embargo, en la fantasía del niño que yo era, preferí pensar que yo le había ganado los dos puntos en buena lid. Me acompañaba un merecido complejo de perdedor en los momentos decisivos de los partidos que jugaba ante mis compañeros de la escuela de tenis de Alboraia a la que pertenecía. Intenté aprender de lo que suponía ser una auténtica máquina de perder partidos.

Probablemente, salvando las distancias siderales, en Nadal también me gustaba ver su debilidad. Llegado el momento y al rato de iniciarse el juego, casi siempre pensaba que el otro era mejor, que sus golpes eran más largos y mortíferos, que su revés hacía más daño y que su servicio no digamos.

En cada caso percibía que Nadal tenía, además de un partido por jugar, un problema por resolver. Como si antes de derrotar al adversario tuviera que vencer su propia debilidad. Ya fuera el saque, la volea o, en los últimos años, los dolores crónicos. El resultado es que cada partido de Nadal incluía un ejercicio de superación. Al margen de la victoria, el placer era observar cómo Nadal torcía, en cada torneo, el destino que parecía contrario. No dar una bola por perdida es un buen consejo para transitar por la vida, como me enseñaron mi madre y mi yaya. Sospecho que por eso me gustaba tanto Nadal. Porque me recordaba a ellas.

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