Aquel día no había una sola duda, todos sabíamos que el Valencia ganaría el partido. Dependía de sí mismo para ser campeón de la Liga en La Rosaleda, se jugó y no hubo un solo momento en que el equipo diera alguna sensación de debilidad, de no tener la situación bajo control. A nadie le temblaron las piernas. Esa confianza ciega se la había ganado el equipo a pulso a base de solidez, personalidad y carácter, todas esas cosas que en los momentos clave últimamente se han echado de menos. Por eso hoy, aunque el VCF se disputa un puesto de Champions con un equipo que falla más que una escopeta de feria, no puede haber esa misma confianza.

La realidad

Huele a chamusquina

Una cosa es el deseo, el amor a un escudo y la ambición de que tu equipo gane hasta en los entrenamientos, todo eso que se manifestó durante la última semana y en especial el jueves en Mestalla como hacía tiempo no ocurría, pero a la hora de la verdad hoy nadie pondría la mano en el fuego por ellos porque este es otro de esos partidos en que el Valencia de Emery, para qué engañarnos, acostumbra a fallar. Mucho más después de un partido tan pasional como el del Atlético, cuyo desenlace es para fundir los plomos a cualquiera. Claro que después de cuatro años lanzando monedas al viento ya estaría bien que alguna de ellas salga de cara. La última además. Es decir, que por una vez y sin que obligatoriamente sirva de precedente —nos quedan pocas semanas de aguantarnos o lo que cada cual estime— el Valencia nos dé una sorpresa con mayúsculas, salga a jugar un partido serio y le deje desde el principio las cosas claritas al Málaga. Sería como volver a creer, pero sin creer.

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