La gran victoria

Los legítimos herederos de los fundadores no saben si volverá la Champions pero son fieles a las lonas de Mundo y Kempes

Aficionados del Valencia, animando en la puerta de Mestalla

Aficionados del Valencia, animando en la puerta de Mestalla / JM López

Vicent Chilet

Vicent Chilet

La visión de un futuro desastre se puede percibir de múltiples formas. Una de ellas es desde la cima del éxito. Las miradas de recelo por no salir en las fotos de la Supercopa en Montecarlo incuban futuros contubernios en Bremen que alteran el curso de la historia. Y así, por mucho que tu equipo tenga una presencia regular en Champions y un buen puñado de internacionales, sabes que algo falla. Ya no reconoces la indomabilidad que un día os llevó a comeros el mundo y empiezas a parecerte a los tipos de aquella banda de rock que se traicionó a sí misma. Es entonces cuando aparecen las voces de nuevos patricios, («navegantes de otros mares», «tahúres reconocidos» los llamaba JV Aleixandre), exclamando que hay que fichar a Cristiano para ser finalmente «un club moderno» con «jugadores franquicia» como «en la NBA». La cultura de club se convierte primero en una postal de euforia, agitada de intervencionismo político, para completar su metamorfosis en forma de maqueta de un futuro lujoso estadio. Aunque no tengas más pruebas que tu simple educación de numerada descubierta sector 7, en mitad de ese vals el pálpito indica que el club se irá a la mierda.

Del mismo modo, la visión de una prosperidad lejana pero feliz la puedes advertir hasta en la más absoluta de las miserias. Aunque el equipo esté en descenso, con una deuda monstruosa y haya enmohecido aquel delirio con acabados dorados y madera africana de Corts Valencianes. Aunque el club esté sostenido con la especulación cortoplacista y con la justa respiración asistida de un máximo accionista caricaturizado en las cabeceras más influyentes de la prensa internacional. Pero atraviesas las protestas previas a los partidos y ves una abundancia de gente joven, cuya vinculación con el club apenas ha estado alimentada ni de éxitos, ni de la alineación de carrerilla que cada generación mestallista ha tenido ocasión de disfrutar. En una etapa como la actual de sequía de noches europeas y en una sociedad en la que la oferta de ocio se ha disparado, en la que puedes pedir asilo en el City de Haaland o en la Kings League de Ibai, los chavales sostienen la bandera. Protegen la memoria, reivindican el fútbol que les han negado e iluminan una defensa del club que inspirará a estadios de otros países. Muchos son hinchas entre 16 y 26 años, la misma franja de edad que tenían los siete fundadores que hace 104 años y un día redactaron el acta fundacional del Valencia Football Club, intuyendo expectativas y sueños de representatividad, a las puertas de la larga primavera de los años 20.

Un siglo después, sus más legítimos herederos no saben si volverán a escuchar el himno de la Champions en el viejo Mestalla, pero guardan fidelidad gritando frente a las lonas de Mundo y Kempes. Incuban una futura cultura de club resistente y sensata. El Valencia será lo que ellos quieran. Hay momentos en los que, aunque no tengas más pruebas que tu simple educación de numerada descubierta sector 7, en mitad del desastre reconoces una rebeldía antigua, el pálpito de que el futuro ya se ha ganado. Y es la garantía de una expresión juvenil por la que el valencianismo recuperará su club y lo levantará desde la división que sea. Será la gran victoria.

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