¿Quiénes son los románticos?

Seguir en Mestalla es la jugada en Liverpool, Madrid, Barcelona o Milán 

Vicent Chilet

Vicent Chilet

Toda apelación a la permanencia del Valencia en el actual Mestalla suele ser respondida con un teórico reproche, de aspiración irrefutable, pero ridículo a efectos prácticos: «Románticos, que sois unos románticos». Un poco como cuando Ibrahimovic espetaba a Guardiola aquello de «filósofo» con intención de insultar. La defensa de Mestalla o del patrimonio histórico y cultural sobre el que se asienta un sentimiento comunitario heredado como es pertenecer a un club de fútbol, se asocia con el costumbrismo vacío. Suena a retórica de juegos florales, al exceso emocional de batallitas a cargo de ilusos que no ayuda a resolver las cuestiones importantes del presente. El ejercicio del romanticismo no colabora a la hora de cuadrar balances, ni es tan importante como adelantar el nombre de media docena de futuribles promesas que jamás vendrán. «Si por Chilet fuera seguiríamos jugando al fútbol con borceguíes», llegas a escuchar, cuando recordabas en un reportaje la necesidad de recuperar el color rojo de la segunda camiseta, utilizada durante más de medio siglo (y finalmente recuperada).

La defensa de la permanencia en el actual Mestalla dista mucho de ser un episodio caduco de arqueología de memoriosos nostálgicos. El comunicador Vicent Molins daba de nuevo en la diana, en su reportaje en El Confidencial, al destacar con voces autorizadas la influencia de Mestalla como icono urbano centenario que dota de identidad a la ciudad, en este contexto global de centros históricos arrasados por franquicias. Hablamos de un templo con una singularidad arquitectónica que lo distingue de todos los nuevos recintos, clonados como setas en las periferias. Mestalla no es solo la enumeración en verso de sus efemérides, aunque obviar toda esa cultura de club que te hizo grande en nombre de la supuesta modernidad, es el acto ingenuo que propició el delirio de grandeza del solerismo, el capricho irrealizable del Nou Mestalla y la llegada entre vítores y con alfombra naranja del broker singapurés.

Seguir en Mestalla es comprender el minuto y resultado del momento, en el que Liverpool, Real Madrid, Barcelona, Villarreal o Sevilla remodelan sus estadios en vez de embarcarse en arriesgadas mudanzas. Es entender que la Juventus corrige a tiempo el modelo agotado de ‘bowls’ abiertos con un aforo irreal. Defender los casi 101 años de vida de Mestalla y su impacto en la cultura de masas de la ciudad no se aleja tanto de las razones por las que el gobierno de Lombardía ha paralizado la demolición de San Siro por la riqueza de su patrimonio cultural. Los argumentos del viejo Mestalla entran hasta en la fría ecuación económica de ser una referencia turística de València y la meca de groundhoppers que ven en el estadio una reserva espiritual que resiste en plena avalancha del fútbol moderno. Mestalla es el último bastión que evita la desconexión total de un club deslocalizado con su activa masa social.

El debate no apareció en 2006 y no ocupará apenas espacio en la junta general de este jueves. Pero en algún momento habrá que abordar si será más rentable encarar una remodelación de Mestalla, adaptándolo a todos los cánones comerciales, en vez de la huida hacia adelante, más costosa e incierta, de acabar el nuevo estadio, en un club sin capacidad para atender su endeudamiento, ni obtener recursos que no pasen por la venta de futbolistas. Ante una realidad tan evidente, uno llega a preguntarse quién es realmente romántico, iluso y utópico en esta historia.

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