Campeonas, pero no libres

Las mujeres han conquistado una cima negada durante décadas y no nos ha pillado del todo preparados para asumirlo y respetarlo

Rubiales besa a Aitana Bonmatí en la entrega de medallas

Rubiales besa a Aitana Bonmatí en la entrega de medallas / EP

Vicent Chilet

Vicent Chilet

El caso Rubiales se podrá estudiar en un futuro como una muestra concentrada de cómo, incluso en la jornada de mayor alegría histórica del fútbol femenino, este es un sector que continúa reaccionando con espasmos de una hipermasculinidad sedimentada en siglo y medio de existencia de este deporte. Como sucedió, por ejemplo, en la denuncia racista de Diakhaby, esta vez tampoco ha hecho falta detenerse en el hecho en sí para cargar de razón a la víctima. Un simple ejercicio de observación de la onda expansiva del escándalo en los días siguientes lo confirma todo. Claro que hay racismo, claro que hay sexismo. En las primeras reacciones, en la cobertura mediática cómplice, en las justificaciones finales, en la nítida sensación de que encerrados en la testosterónica atmósfera de sobremesa en el reservado de un asador, a algunos no les ha alcanzado para “avanzar en la misma dirección plural y sensible de la sociedad”, como ilustraba Kubalita en estas páginas. Campeonas, pero no libres.

Está la foto grotesca, las imágenes de un poderoso hombre volátil agarrándose los machos en el palco y eructando narcisismo en antena. Están las portadas del New York Times y l’Équipe. Está nuestra disculpa colectiva pendiente por haber ensuciado un instante de inmortalidad que pertenecía a las jugadoras de la selección. Detrás de todo lo evidente, de todo el ruido, queda todo un camino por recorrer, empezando por pequeños detalles que tenemos tan asumidos que nos asalta una perplejidad parecida a la de Rubiales si nos detenemos a cuestionarnos.

En las reacciones a la final del Mundial se ha propagado que “Olga Carmona emula a Iniesta”, se ha comparado el estilo de Aitana Bonmatí con el del jugador de Fuentealbilla. Yo mismo me he visto en la tentación de trazar el símil entre Ivana Andrés y su paisano Nino Bravo. Se ha recurrido abusivamente del “13 años después de Sudáfrica...”. Seguimos describiendo grandes victorias con el término “machada”, que el diccionario define como “dicho o hecho ostentoso, inútil o gratuito, propio de un machote”. Con estos tics imperceptibles sólo nos ha faltado calcular, si se permite la ironía, cuántos bernabéus en línea recta separan Sidney de Johannesburgo.

Detrás de un triunfo histórico está la realidad de que el deporte femenino y las disciplinas polideportivas están obligadas a la excelencia para obtener un eco informativo. O éxito o tragedia, si fallece alguien escalando un ochomil. Los derechos se los quedó Televisión Española por descarte del resto de canales privados. Se quejaba el compañero Fernando Miñana de que se ha extendido el mensaje de que las niñas tienen que jugar al fútbol.

Y no a baloncesto ni atletismo, en las que el nivel de medallas es superlativo. Sin faltarle razón, en esas disciplinas se ha alcanzado una normalidad en el enfoque y la proporción de género que resulta visible que no se ha logrado con el fútbol. El factor diferencial de este Mundial es que las mujeres han conquistado una cima negada durante décadas y no nos ha pillado del todo preparados para asumirlo y respetarlo.

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