El Valencia de los guajes

Un Valencia de currantes me vino a la memoria cuando Diego López yacía K.O.

Diego López, atendido sobre el césped

Diego López, atendido sobre el césped / JM López

Vicent Chilet

Vicent Chilet

Nuestro ídolo era Lubo Penev, que atacaba defensas como Rocky Balboa subía las escaleras del Museo de Arte de Fildadelfia: con un punto de arrogancia, sin permiso, comiéndose el mundo. Pero a cada «Lubo, Lubo», nuestros padres seguían recordando el «Kempes, Kempes», el padre fundador del gran relato argentino del Valencia de los pibes inmortales, de los Piojo López y Pablito Aimar. Sabemos de la existencia del Valencia albiceleste, del Valencia vasco de Guerendiain a Mendieta, del Valencia sabiamente dirigido por madrileños, de Colina a Benítez. Por supuesto, el Valencia de leyendas comarcales. Hasta hay un Valencia brasileño, con Waldo a la cabeza de una docena de nombres ilustres que habrá que recordar antes que el rodillo de la postverdad arrolle en la visita del Madrid con toda su desmemoria y charlatanes con cuenta verificada.

Y hay un Valencia asturiano. Muy querido pero no tan publicitado, poco solemne, a excepción de la celebridad indiscutible de David Villa. Un Valencia de guajes humildes y currantes que me vino a la memoria en los cinco minutos en los que Diego López yacía k.o., atendido tras el codazo que le hundió el pómulo. En los nombres míticos que componen el diccionario mestallista (la Cartuja, Heysel, Goteborg, Bellville, el Azteca) se abre paso la pequeña parroquia de Turón, en el corazón de la cuenca minera asturiana. Una localidad de 4.000 vecinos que en el auge del carbón llegó a contar con 25.000 habitantes. En los pelotazos a la pared de ‘El descanso’, el bar familiar, aprendió Diego López a jugar a fútbol. Allí siguen reuniéndose los vecinos para ver sus partidos. En ese mismo bastión clave en la historia del movimiento obrero asturiano, nació Pepe Carrete, el inabordable marcador que levantó al cielo de Madrid la Copa de 1979. En aquel mismo vestuario estaba Pablo Rodríguez, también de Turón, también de orígenes mineros como Villa, la «Ardilla de Ibrox Park». El extremo escurridizo que suscitó el elogio de la prensa escocesa en el recordado 1-3 de la Recopa contra el Rangers.

Es el Valencia del incansable servicio a la colectividad de Angulo. De la contribución en el renacimiento europeo del club de Eloy Olaya, crecido en los partidos de marea baja en la playa de Gijón. Del trabajo incomprendido de Tomás, librando rivalidades seculares con Luis Enrique antes de mandar el centro que acabó en el mágico gol de Robert en la remontada ante el Madrid de 1992. El Valencia que con rectitud, trabajo y hábitos espartanos reconstruyó Marcelino García Toral, guiado por los valores, como le gusta recordar, que aprendió de su padre: «En mi casa se hablaba de los camiones de mi padre, que talaba eucaliptos que transportaba a fábricas papeleras del País Vasco». Sabemos del fútbol directo de los vascos, de la gracia y técnica de andaluces y canarios. Por eso una vez le pregunté a Javi Fuego, que tractoreaba la medular con la misma disciplina con la que corre maratones en las montañas de Pola de Siero, sobre qué virtud distinguía al futbolista asturiano: «Nosotros somos cabezotas, nunca nos rendimos». Esa testadurez será la que guíe a Diego López. Ahora que el Valencia no va a poder gozar de su fútbol generoso e intuitivo, este pequeño homenaje, de Turón a Mestalla.

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