Opinión

Carles Senso

El fútbol vive en Nápoles

Los italianos recuerdan a Maradona en las paredes de sus calles al igual que lo hizo él cuando lo fichó el club. Los aficionados guardan un espacio para homenajear al argentino y donde los murales se han convertido en una peregrinación 

Italia convierte sus calles en un museo deportivo

Italia convierte sus calles en un museo deportivo / SD

El Vesubio no mira silente, avisa amenazante: «Vive al día», parece gritar desde las alturas. El napolitano lo sabe y lo practica. No hay ciudad y sociedad similar en el mundo, tampoco en Italia. Nápoles es otra cosa. Esa cosa (tangible tantas veces, etérea a menudo) que enamoró a Maradona, en un idilio que continúa hoy, después de muerto, convertido en deidad. El Pelusa vive en Napule. 

«Quiero ser el ídolo de los niños pobres de Nápoles porque ellos son como yo de chiquito en Villa Fiorito». Habla D10S justo después de fichar por el equipo sureño. Intenta tranquilizar a los suyos, darle sentido a su salto desde la élite a la incertidumbre. Se sigue sintiendo uno scugnizzo (un niño de la calle) y quiere redención y venganza. Redención por su paso frustrado por el Barça, venganza de los pobres contra los ricos. Ningún equipo del sur había ganado el Calcio en 80 años. Stann’ cazz’ e cucchiar. Carne y uña. 

La insignificancia antes de Maradona. Con él ganaron dos ligas, una Coppa, una Supercoppa y una Copa de la UEFA en apenas cinco años, de 1985 a 1990. El año pasado llegó la tercera liga, treinta y tres años después. Khvicha Kvaratskhelia y Victor Osimhen han heredado cierta adoración del napolitano, pero nada comparable al Pelusa.

La sirena de la ambulancia no se distingue hasta que está cerca, silenciada entre decenas de pitos que sirven tanto para increpar como para saludar. Es visto como un caos pero el napolitano domina el milímetro. Es, si acaso, un caos controlado. El local vive al día, interiorizado como tiene existir a la falda de uno de los volcanes activos más peligrosos del mundo. Que pregunten en Pompeya. Ese vivir al día, el napolitano lo ha trasladado a la economía, expoliado ayer el sur por el norte y abandonado hoy. Italia se unificó negándose en parte y los sureños (mezcolanza histórica de pueblos viajeros) no olvidan. Merda Juve, se lee en casa rincón. El fútbol como geopolítica, la victoria de los de Spalletti como reivindicación. «Aquí estamos, no fue solo Maradona, siamo figli del Vesubio».

Dos grupos de niños ya más bien preadolescentes juegan al fútbol en la Piazza del Prebiscito. Amplia y abierta cual verde de estadio. La emprenden a balonazos contra los monumentos a Ferdinando I y Carlo di Borbone. No hay carabinieri o miembro del ejército que los incomode. El fútbol (el calcio, disculpe) goza de patente de corso en la ciudad. Decir que la metrópoli marítima respira fútbol es una obviedad innecesaria. Que la explica culturalmente (y, con ella, identitariamente) ya empieza a insinuar rasgos únicos que bien pueden justificar la visita. 

Es cierto, la primera impresión de Nápoles es negativa. Cuasi seguramente el taxista te ha querido estafar (o lo ha conseguido) y la suciedad en las calles distrae tu iniciática atención. El norte no es, eso queda claro. Ni quiere. «Cabezón, esto me recuerda Argentinos», dijo Maradona, a los segundos de aterrizar. El 10 interpretó rápido que aquella ciudad y aquel equipo se identificaban con los desheredados, los perseguidos, los marginados. Se sintió como en casa. El napolitano aprende sólo, a menudo en la calle. Nápoles vive un puente cultural tanto con algunas ciudades de España como con Buenos Aires y casi con Argentina entera. Los argentinos son, para ellos, «tanos», por napolitanos. Hermanos. Hijos de las familias que huyeren a la tierra nueva.  

Las calles de Nápoles respiran fútbol

Las calles de Nápoles respiran fútbol / SD

«Qui ama, non dimentica», se lee por toda la ciudad. Maradona vive allí, en cada calle. Nápoles no vive el fútbol, vive Maradona. Es mucho más. Es fútbol, por supuesto, pero también es redención, venganza, cultura e identidad. Es superación y contestación. Es «la pelota no se mancha». Es «el Ron Wood, Keith Richards y Bono del fútbol, todos juntos». Es la pasión. Es la mano de Dios. 

El Quartieri Spagnoli es un espacio detenido en el tiempo, orgullosamente ochentero porque allí, en ese tiempo y en ese lugar, vive el Pelusa. No pretende engañar. Humildad, edificios hasta el cielo, con la ropa tendida en ventanas y balcones y la fachada por pintar. Maradona por doquier. Los murales son una peregrinación. Pocas camisetas se ven que no sean azzurras. Pino Daniele, Massimo Troisi y Maradona. Música, cine y fútbol. Identidad napolitana. Napule è. 

 A Sorrentino lo salvó el fútbol, lo salvó el Nápoles, lo salvó Maradona. Tanto se le debe. El fútbol nunca fue sólo fútbol. Siempre algo más. Siempre mucho más. Y hay que creer, cuasi como religión. Más si cabe en una ciudad de supersticiones, en esa mezcolanza caprichosa de catolicismo y paganismo. Altares por doquier. San Genaro, por supuesto, pero también Maradona. Per scaramanzia, para tener buena suerte. 

Una imagen de las calles de Nápoles

Una imagen de las calles de Nápoles / SD

Hoy, el equipo, ya sin Spalletti, lucha por situarse en posiciones europeas, eliminado en Champions por el Barça. Han perdido intensidad y pegada. No es impedimento para que el napolitano, acostumbrado a perder como está, siga viviendo el fútbol desde la emancipación, y no sólo deportiva. Es una herramienta de empoderamiento, un emblema de desquite y una revancha simbólica. Contra el sometimiento político, económico y geográfico, que a la postre es lo mismo. 

El poderoso, a pesar de sus múltiples posibilidades de triunfo, nunca digiere bien la victoria del humilde. Por eso del racismo contra el napolitano, canalizado en la cultura popular, también en los estadios de fútbol. «Vesubio, lávalos con el fuego», les cantan. Racismo norteño. La extrema derecha no es bien recibida en Nápoles. Allí hay orgullo, de barrio, de ciudad. No sólo las placas tectónicas provocan terremotos y erupciones volcánicas, también el fútbol.