Incendio en Tenerife

Todos los fuegos el fuego

Incendio en la isla de Tenerife.

Incendio en la isla de Tenerife. / UME

Juan Cruz

Juan Cruz

Miguel de Unamuno fue desterrado a Fuerteventura, por el dictador Primo de Rivera. Desde que llegó supo que aquel destierro tenía palabras sagradas, un porvenir que fue de amistad y conocimiento, así que se dedicó a viajar por la isla, con quienes fue conociendo, y se encontró allí los nombres propios de algunos de sus poemas que escribió, como él mismo tituló, De Fuerteventura a París, pues después del destierro al que quisieron someterlo ya era el dueño de un abecedario, de un acento y de una nomenclatura que fueron sus grandes hallazgos en tierras para él tan insulares. Así que se impuso llenar uno de sus sonetos con los nombres propios, todos de origen guanche, de algunas de las localidades por las que lo llevaban sus amigos.

Ahora que Tenerife, como otras islas del archipiélago, como La Palma, La Gomera, como Gran Canaria, por nombrar las más próximas de las zonas isleñas golpeadas en el pasado y también en el pasado reciente del fuego, me acordé de aquella bella ocurrencia de Unamuno. Él le paso nombre a la isla nombrando sus pueblos, recordándolos como si fueran parte de un poema mayor, que en este caso se llama Fuerteventura. Ahora esos versos de don Miguel atraen los propios nombres, los nombres propios, de la zona por la que el fuego se ha ido subiendo a la garganta seca de los canarios, de Tenerife, del norte y del sur, de las islas Canarias, donde el fuego se sube a lomos de nubes heridas y afecta a quienes más cerca están del drama y se lanza a través de las tierras resecas al corazón de cada una de las localidades de la isla y del Archipiélago.

Aun en los tiempos en que las comunicaciones entre las islas dependían de barquitos lunares, que nos llevaban durante noches enteras de una isla a otra, la respiración insular llegaba, herida o alegre, a cualquier parte de nuestros mundos, desde Garajonay a Tejeda, desde Tamaimo a Las Breñas, desde Tiscamanita a Puertito de la Cruz o a Cofete. A Lobos, a la reinaugurada Isla de la Graciosa, a mi Puerto de la Cruz. Nada ha ocurrido nunca en el corazón de una isla, como pasa ahora en el profundo norte de Tenerife, que no haya afectado a la sangre asustada del resto del Archipiélago, y esta sensación de hermandad, de compasión, o de alegría común, domina ya el modo de ser, político, social, educativo, solidario de las ocho islas, y de sus islotes, a los que se suman, en el mundo entero, los emigrantes que nunca hemos dejado de ir y de venir.       

El fuego, todos los fuegos, que ahora han desplazado a personas cuyo susto es el susto universal de los canarios, tiene nombres propios que quizá algún poeta isleño podría juntar, como hizo Unamuno, para rendir homenaje a los que ahora sufren en primer término esta destrucción de aire que es el incendio.

Lo escribí esta mañana, en mi cuaderno, como si estuviera deletreando una lección de mis primeros años de la escuela, y ésta me fuera obligada para ser imborrable, como la luz de dentro de un dolor: Arafo, por donde empezó la tragedia, un país de música y canción, Candelaria, el centro del alma isleña, Arafo, más música aún, El Rosario, La Orotava (el Valle de Humboldt, amenazado también en su balcón centenario), Santa Úrsula, donde mi padre nos ponía a pisar la uva como si allí, debajo de la viña, él tuviera un tesoro de vino y brisa, La Victoria, El Sauzal (ese mar que parece quieto como una alfombra de flores azules), Tacoronte, donde Óscar Domínguez vio primera vez el verde, o el negro, de sus cuadros, o Benijos, que siempre fue para mi como el destino en el que empezaba la sombra del Teide a ser parte del territorio desconocido.

Ahora todo eso ha sido, es, lugar de los fuegos. En un tiempo los fuegos, en los barrios, en los pueblos, en las ciudades, eran el centro de la fiesta, la celebración que incluía no sólo la pirotecnia sino también el corazón ardiente de los sitios; un día ese fuego vertical, irreparable, mató con su rueda infernal a mi amigo Mario, que era un chiquillo que, como todos nosotros, se ocultaba para correr desnudos por las huertas. Cualquier nombre propio, cualquier fuego, cualquier ladera de las que ahora se queman, todos los fuegos, el fuego que cae sobre Tenerife, y que tanto duele en el corazón ubicuo de Canarias, tiene que ver con nuestra memoria de las lágrimas.

Esa geografía del fuego, desde Arafo a Benijos, llega a mis dedos y a esta tecla y a mi escritura como la parte de abrazo que, hasta dormidos, tenemos siempre dispuestos para dar la mano al que sufre, en lo alto del valle, o en cualquier sitio, el incendio, el horror de quedarse sin casa o sin porvenir o sin luz eléctrica o sin hacienda o sin respiración o alegría. Desde ese corazón que compartimos, ánimo a los valles y a los sitios, y al corazón multiplicado de los que sufren el sonido y el desafecto terrible de la fogalera.