El verano de 1981 comenzó con los preparativos de la boda del siglo. La tímida sonrisa de Lady Di y las estratosféricas orejas de su prometido estaban por todas partes. En el Hola que mi madre compraba por inercia cada semana, en el Telediario, en Informe Semanal, en los excitados corrillos que formaban las parroquianas frente al mostrador tras el que mi abuela Emilia les sonreía engalanada con un delantal de puntilla... Llegué a temer que al comprar cromos de Ediciones Este me saliera Charles de dentro del sobre en lugar de la estampa que yo más anhelaba, el escorzo de Frank Arnessen fotoshopeado de forma grosera rematando un balón desde el mismo lugar donde una década después Pixies grabarían el videoclip de Alison, allí, sobre el césped del Estadio Olímpico de Amsterdam.

El sábado 22 de agosto, mi abuelo Pepe dejó el Dicen a un lado y se levantó con desgana para soplar las tres velas que, vete a saber a santo de qué, representaban las 67 primaveras que cumplía. Acabado el protocolo, me fundí con él en un abrazo y salí apresuradamente de casa. El calor era insoportable en la Platja de Moncofa, pero yo me fui al encuentro de mis amigos enfundado en una camiseta de algodón de manga larga, la misma camiseta del Valencia a la que mi madre le cosió una banda diagonal roja el día que Marito Kempes subió la escalerilla de un avión en Manises echando la vista atrás, dibujando una mirada a la que nunca pudimos acceder escondida bajo unas Ray-ban de pera. Mientras yo recorría la calle Peruga en dirección al solar donde mis amigos y yo habíamos levantado el estadio de nuestras vidas, Manolo Botubot charlaba con Ángel Castellanos y Daniel Solsona tomando un café cortado apoyados en la barra de railite de la furgoneta que servía bocadillos en la ciudad deportiva el primer food truck que se vio por estos lares. El futbolista gaditano se levantó esa mañana con un cosquilleo que anunciaba un partido especial. Su portentoso físico debía estar en las mejores condiciones para intentar frenar a su amigo Kempes y al que muchos consideraban ya el mejor jugador del planeta, Diego Armando Maradona, de modo que desayunó copiosamente, más que de costumbre, y se despidió de su esposa Eva para viajar hasta Paterna a los mandos del precioso Capri que acababa de comprar a muy buen precio gracias a los contactos de Rainer Bonhof en Ford Alemania. En el radiocassette sonaba ‘Video killed’ the Radio Star, el tema con el que la cadena MTV había iniciado sus emisiones unas semanas antes. Botubot saboreó la canción de The Buggles con una sonrisa de felicidad atravesando la ciudad a la que llegó en el verano del 76 para vivir una de las mejores etapas en la historia del escudo que defendía, siendo protagonista en todas las finales que coronaron al Valencia que armó José Ramos Costa alrededor de Kempes. Yo intentaba llegar siempre el primero al campet y ocupar la portería que acotamos con dos ripios delante de la higuera a la que se encaramaban a la caída del sol nuestros hermanos mayores para tener acceso al sillón de mimbre de Emmanuelle. Sigue resultándome hoy imposible pasar junto a una higuera y no acercarme, sumido en el perfume que te parte en mil pedazos, a aquel cine de verano para divisar furtivamente desde la terraza de mi casa una porción de pantalla que me marcaría para siempre en la humedad de aquellos veranos.

Mi amigo Juan se iba esa noche a ver el partido del Valencia, me lo dijo mientras defendía un córner apurando un Torpedo de Helados Alacant para lanzarse a la boca la bolita de chicle que lo citaba al final del envase enterrada en nata y fresa. Yo nunca había visto al Valencia jugar en el Luis Casanova, un choque entre España y Hungría era mi único bagaje en nuestro templo, y bebía los vientos por ver correr a Solsona, Saura, Arias y compañía por aquel tapete verde, de modo que le pregunté a mi amigo si podía acompañarle. Un par de horas más tarde vino a casa a decirme que los amigos de su padre comían empedrao los sábados y difícilmente cabríamos todos en el Renault 18.

Siempre me he preguntado si Juanito llegó a sugerirle a su padre mi presencia en la expedición y este se lo quitó de encima mientras sudaba la gota gorda entre el humo bajo el que una careta de cerdo le guiñaba el ojo hundida en un puñado de arroz y alubias machacadas o el pobre Juan con nueve años se pasó toda la tarde buscando una excusa medio coherente para amortiguar mi desilusión.

La modernidad ha desprovisto de relevancia muchos de los eventos que centraban nuestra atención a comienzos de los ochenta. Del mismo modo que mi infancia no hubiese sido igual sin la cita anual con el festival de la OTI, el primer fútbol que conocí sacaba un brillo a los partidos amistosos del que carecen hoy. Solían ser citas competidas y entretenidas para la parroquia, lejos del espectáculo comercial que en el confortable salón de una vida pixelada inmortalizan con sus cámaras hoy los turistas que se pasean en agosto por las principales ciudades de nuestra geografía. En 1981 nadie se sorprendía ante el anuncio de un amistoso entre un club y una selección nacional como el que enfrentó al Valencia y a Argentina en los estertores del primer verano que alumbró los coloridos ochenta. La campeona del mundo llegó entre confetis a un estadio al que se accedía un sábado y se abandonaba entrada ya la madrugada del domingo, el estadio en el que brilló Manolo Botubot exhibiendo una fuerza que lo ancló al once que recitaba de memoria la generación que celebró su bautismo en la ribera del Manzanares, recibió la comunión en Bruselas y se confirmó junto a la acequia de Mestalla el día que esta fue la cima del viejo continente, pero hubo de pasar por el purgatorio pocos años después. Mi generación.

Botubot se abrazó efusivamente al Matador en el túnel de vestuarios y miró de reojo a Diego Maradona antes de saltar al verde. Recordó entonces la conversación que tuvo con su compañero de habitación dos años atrás en un hotel de Buenos Aires después de enfrentarse en el Estadio Monumental al combinado de Argentina que arrasó en el Mundial juvenil de Japón. Bonhof le dijo que nunca había visto un jugador como Maradona y Manolo asintió con la cabeza, no existía nadie con esa capacidad para ejecutar con la pierna izquierda las pinceladas barrocas que trazaba una cabeza envuelta en el pelo ensortijado que dio nombre a la leyenda.

Lo que sucedió sobre el césped de Mestalla la noche del 22 de agosto de 1981 es historia, historia del Valencia y del fútbol. Pude volver a ver a Kempes el lunes a mediodía en Aitana, el informativo regional. Lo vi vestido de azul, perdido en el mismo decorado que lo elevó a los altares abrazando el gol sur en una imagen que nunca podremos dejar de mirar, sintiéndose extraño en su casa, invirtiendo aquella nostalgia que lo atrapó entre las notas de una canción. También vi a Manolo Botubot persiguiendo al Pelusa, intentando quitarle el balón a alguien que ya lo había hecho suyo para siempre. Diego Maradona salió vencedor en el envite y compuso el mejor de los poemas en un eslálom que lo plantó delante de Sempere. Fue Dios el que cruzó el campo sin que nadie pudiese acceder a él para regalarle el gol a Ramón Díaz en una acción solo al alcance de la divinidad nacida en Villa Fiorito, pero fue el Diego quien estrechó la mano de Botubot acabada la jugada para darle ánimos y reconocer su esfuerzo por evitar lo inevitable. Esbozó el gaucho la misma sonrisa con la que decía ser el dueño del balón, del mundo, en el anuncio de la Coca-Cola que reprodujo su vuelo elevándose por encima de Botubot y del resto de los mortales en la portería sur de Mestalla, la misma sonrisa que profanó el día que se metió la primera raya de cocaína buscando erróneamente huir del nuevo Dios que encarnaba para ser nuevamente el Diego, el hijo de Doña Tota.

No fue el vuelo del diez lo que noqueó a Botubot aquella noche. Fue la cercanía que, a través de su amable sonrisa, le mostró un futbolista convertido en divinidad. Manuel Botubot salió de Cádiz en 1976 con un Renault 12 amarillo para cruzar el sur de la península con destino a la arena en la que se iba a erigir en gladiador inexpugnable, la plaza donde se disponía a vivir los mejores años de su vida, un rincón donde todavía hoy se siente querido. Dejó atrás la Tacita de Plata sabedor de que iba a conquistar Valencia porque Valencia es tierra de valientes y él fue un hombre valiente. Sigue siéndolo hoy, aunque de otro modo. Ahora sabe que la valentía reside en una sonrisa terrenal que minimizó una acción divina que lo derrotó. Sabe que esa es la más poderosa de las armas, la que perdió el Diego pero quedó para siempre en el alma de Manolo Botubot. Pocas cosas pueden perturbarte sentado frente al mar en la bahía de Cádiz con una cerveza bien fría delante. En esas estaba Botu una mañana de junio de 2006 cuando alguien hizo un comentario en la mesa de al lado que aceleró su pulso. «En la radio han confirmado que Maradona viene a Xerez al Mundial de veteranos de fútbol indoor». Supo en ese momento que estaba en deuda con el Pelusa, pues él ayudó a modelar al hombre que ahora miraba plácidamente el azul del mar rodeado de amigos mientras el Diego había sido devorado por unos apóstoles que decidieron edificar sobre su persona una iglesia necesitada de un Dios impostado. Aquel muchacho que dejó sentada a toda la defensa para regalarle un gol a Díaz y una sonrisa a Botubot se vio obligado a representar el papel que se le demandaba en la función sin ser consciente del precio que iba a pagar. Manolo entendió que no podía presentarse en el Palacio de Deportes de Chapín de Xerez con el único pretexto de saludar a Maradona y darle las gracias por sonreirle después de ejecutar la mejor jugada que había visto en un campo de fútbol. Pensó entonces que era una buena idea tirar de contactos y pedirle audiencia al astro para que le firmara la camiseta con la que llegó un sábado ya de madrugada a su apartamento en el Edificio Renasa de Valencia, una camiseta de la albiceleste con dorsal diez.

No era habitual intercambiar la camiseta con un rival en 1981. Botubot tuvo que pagar de su bolsillo la preciosa Ressy blanca con la que posó brazos en jarra junto a Maradona en una foto que los unió a ambos a la salida de un córner, una postal que plasma a la perfección la bravura del gaditano y el porte talentoso del pibe en un suspiro de un deporte ya desaparecido después de mutar los códigos que lo regían. Mereció la pena y Maradona se dejó ver días después por la concentración de su selección vestido del Valencia, así que algo de Botubot quedó también en él. Humilde por naturaleza, pese a haber sido campeón de Copa, Recopa y Supercopa de Europa e internacional con La Roja, no estaba seguro Manolo de que un personaje con la dimensión que había alcanzado el Pelusa fuese a recordarlo, de modo que decidió llevar a Xerez, además de la camiseta, la foto que los mostraba como dos colosos en el fragor de la batalla para que el argentino estampara sobre ella también su firma. Finalizado el partido que enfrentó a Argentina con España, bajó hasta el túnel de vestuarios y se quedó en un rincón después de pedir al séquito que acompañaba a Maradona si era posible que lo atendiese. Poco después, salió del vestuario el Barrilete Cósmico y se sentó en el suelo con un cigarro habano entre los dientes. Mientras uno de sus escuderos lo abanicaba al grito de ‘¡vamos Diego!’, el Dios de Villa Fiorito buscó a Manolo con la mirada y le instó a que se acercase a él. El diez reconoció a aquel bravo defensa del Valencia que lo persiguió sin éxito cuando aún era ‘el Diego’, y le dijo que aún guardaba su camiseta con el escudo del murciélago estampado junto al corazón. Botubot se despidió de su viejo rival con la sensación de no saber si había resultado vencedor o vencido, por lo que marchó de vuelta a su Cádiz sin saber si había visto al Diego o a Dios.

Poco queda hoy de aquel Grao de Moncofa que colonizábamos cada noche con farolillos hechos con melones. La patria que saludaba mis sentidos el primer día de verano con el olor inconfundible que desprendía la goma de un flotador mezclada con el salitre es ahora paradigma de la burbuja que estalló sobre el suelo del que fueron desahuciados naranjos, perales e higueras, para retratar la codicia del nuevo hombre. Sí queda algo en mí del niño que se asomaba al mundo entre las hojas de una higuera buscando a Emmanuelle cuando Kempes le quedaba lejos. Manuel Botubot sigue siendo hoy un valiente soldado que busca con una jarra de cerveza en la mano la sonrisa que despertó al hombre que habitaba bajo su armadura. La busca donde acaba el azul del mar, el mismo azul con el que se vistió Dios una noche de verano en un Mestalla endulzado por el leve perfume que le llegaba de una lejana higuera.