Memoria, grandeza y pólvora

El valencianismo se desplegará con una energía asimilada desde que llenara trenes y barcos para acudir a Montjuic en 1934

Mural dedicado a Espanyeta en la calle Guatla en València

Mural dedicado a Espanyeta en la calle Guatla en València / FRANCISCO CALABUIG

Vicent Chilet

Vicent Chilet

El Valencia y el fútbol habían cambiado, pero cada vez que Espanyeta salía al campo en la presentación del equipo, recreándose en cada paso y cada gesto, se oficiaba en el viejo Mestalla una mágica puesta en escena que nos regalaba una tregua, quizá hasta un espejismo: en este club y en este deporte todo seguía en su sitio.

El Valencia Club de Fútbol no se entiende tanto desde su concentración accionarial, ni desde su posición actual en la tabla o la falta de vistosidad en el planteamiento de Bordalás. El Valencia es todo aquello que este club nos evoca y representa. Son 103 años de tradición heredada con una masa social muy arraigada a su territorio y que incluso se fortalece ante el más atroz de los desencantos, en tiempos de militancias deslocalizadas y audios indignos.

De esa verdad empecé a percatarme en la final del 95, contra un Deportivo que era el equipo de moda y admirado, el preferido del espectador imparcial. El despliegue 70-30% del Bernabéu descubría a los niños que no vimos a Kempes y que partimos desde el descenso del 86, que la grandeza del Valencia y el músculo social de la entidad se remontaba más allá de nuestro corto recuerdo. Lo mismo sirve para la generación que solo ha visto a Meriton. La tormenta y la derrota dejaron en un segundo plano la apabullante adhesión al club que se había visto en aquel estadio convertido en humeante volcán, de las tracas que llegaron a dispararse dentro. 

Una visión parecida me vino en la última visita a Celtic Park. Me asombró que en este deporte en el que las nuevas grandes fortunas han arrinconado a equipos cargados de historia a la categoría de ocasionales octavofinalistas, la exhibición de la hinchada escocesa fuese tan pasional como en la anterior visita, en el invierno de 2001, cuando aún tenían a Larsson y alcanzaban finales europeas. Al Valencia de Marcelino, la hinchada de los “bhoys” le recordó que si bien los días de gloria ya habían pasado, el estadio que pisaban era sagrado.

Sin necesidad siquiera de recordarlo, el valencianismo se desplegará este sábado, en una ciudad en la que se siente como local, con una energía que le viene asimilada desde que llenara trenes y barcos para acudir a Montjuic en 1934. Y será a nuestra tan particular e innegociable manera. Con pinturas multicromadas de guerra, de blanco, naranja, senyera, granate, con banderas de Heysel y camisetas de Luanvi, con carteles de la Geperudeta, con ‘Esta sí, Esta no’ en la fan zone, invocando al Piojo y llenando cada callejuela del centro de Sevilla de pirotecnia. Quizá hasta Rafa Lahuerta vuelva a escribir un artículo talismán, como en el triunfo del 19. Si alguno queda escéptico, el entusiasmo cargado de simbología propia de la hinchada del Betis, el equipo favorito para la España amable, le activará las pilas. Hasta la probable lluvia la conectemos con la final del agua.

Todos los detalles están previstos. Hasta está pensado que los capitanes levanten juntos la Copa, porque fue así como alzaron el trofeo del 99 Camarasa, Mendieta y el Piojo. No sabemos qué será de nosotros en un año, con deudas, un estadio por terminar, otro por vender y una gestión infame. Pero el sábado se recordará, como en las presentaciones de Espanyeta, que aunque todo haya cambiado, seguimos hechos de memoria, grandeza y pólvora.