Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Olga Merino, la literatura

"Pocos como ella abrazan la escritura con esta pasión, cuando de veras va quemando por dentro y al final es más un corazón que simplemente un libro"

La periodista y escritora Olga Merino.

La periodista y escritora Olga Merino. / ELISENDA PONS

No abunda, de esto no abunda. No abunda literatura como la de Olga Merino. Hay escritores, cientos, miles de escritores, rebosan las listas, y ella está en la letra M, no aspira a cambiar de abecedario para estar en la A. Es de la M, y a ella no le importaría estar en la eme minúscula. Está, escribe, su única ansiedad es la de estar, ser querida también, probablemente, contar, contar historias propias, heridas, mirar, tachar, limpiar el patio del que viene. 

Ahora la Academia de la Lengua se fijó en ella y han rechinado banderas alrededor de Olga como si de pronto despertara, gracias a la Docta Casa, la calidad de su literatura y ésta se hiciera presente por ese subrayado. En el destino de los buenos escritores están estos azares, que para que despierte un nombre propio tiene que romperse algún almanaque y ponerse del lado bueno de la historia. 

Las redes se han llenado ahora de este nombre que siempre estuvo rondando, con su calidad, los oídos de quien quisiera oírla. La novela que la Academia ha subrayado es una fascinante historia, La forastera (Alfaguara), silenciada por la pandemia (y no sólo), igual que en la historia se han silenciado (sin pandemia, con alevosía) grandes prosas que tampoco venían avaladas por las fanfarrias de la autopromoción o de los premios de la lotería.

Ese libro es una joya que proviene del frío de la locura. Una mujer, a la que Olga da voz y entidad y rabia y tristeza, se despierta en su casa del sur; está armada con una Sarasqueta del calibre doce, “ellos no lo saben, pero aquí estoy bien, con el huerto y con los perros, las trochas y mis piernas. (…) Yo conozco mi sombra y mi verdad. (…) También me dicen la puta inglesa. No tengo tele y ya no leo los periódicos; a veces, por la noche, pongo la radio por escuchar canciones. (…) Así ha sido esta tierra desde que el tiempo es tiempo, espinazos rotos y jornales de miseria. (…) Antes de que emigraran al norte, a Barcelona, mi padre solía subir al picacho a contemplar la primavera. Me hablaba del campo sentado a la mesa con el hule puesto, cuando volvía del bar y seguía bebiendo mientras aguardaba a que mi madre terminara de preparar la comida. Recuerdo caras, recuerdo algunos hechos, recuerdo frases exactas: ´Cuando llegaba este tiempo, subía a ver los pujares, la nacencia de las sementeras desde lo alto del cerro`. Frases que se van enredando en la cabeza”.

Fui leyendo y subrayando, con un lápiz fino, como si temiera herir la tersura de esa frase, por la que respiran Juan Rulfo y otros maestros que van acudiendo con su música a celebrar la prosa de Olga Merino. Cuando ya avancé en la lectura fui anotando ocurrencias, la admiración que produce cuando un autor combina invención y periodismo, vocabulario y sabiduría (“el ahorcado tiene la culera del pantalón manchada de mierda”, “me acuchilla los oídos con un grito”), lenguaje y mirada, desolación, tejido seco de la memoria. Cuando ya me rendí a su prosa y la encontré mágica, intemporal, como dicha desde dentro, contra el tópico que a veces ayuda a los escritores a salir del paso, este párrafo en la parte blanca de sus propias páginas, como hablando de la propia Olga, y no sólo de la mujer que retrata: “Es grande, y parece fuerte, pero miras a sus ojos melancólicos, graves, y te dan ganas de abrazarla, de ofrecerle tu casa o la alegría”.

Fue en ese momento en que el periodista le pidió a la colega una entrevista. Fue para una serie que se tituló este último verano 'Ahora que no nos oye nadie'. Ella dijo que no, qué voy a decir yo, qué ocurrencia la tuya, hasta que, al fin, volviendo precisamente del territorio que parece transitar esa literatura, nos sentamos a hablar en un hotel sin personalidad de Barcelona. Ella estaba tan abrumada del viaje, tan cansada, que aceptó una parte de mi bocadillo, tomó agua como si viniera del desierto y de aquella conversación para la que yo había tomado más de sesenta notas, como si estuviera, a base de apuntes, reescribiendo la novela, salió una de las entrevistas más bellas (por lo que dijo, por la mirada que puso hasta el fondo de lo que yo iba escuchando) que he hecho en mi vida.

Entrevistar a una colega es difícil, sobre todo si desde el principio se empeña en ver truco donde hay preguntas, y ella me hizo el favor de sentirme un periodista escuchando, sus ojos acuosos, el calor de su memoria reconstruyendo el paisaje de Campotéjar, Granada, el recuerdo de la vida que va inspirando La forastera dicho en ese mediodía agreste de Barcelona, miles de extranjeros agolpándose en la Plaza de Cataluña, tatuajes y mendigos, ella acabando el bocadillo (“¿de veras estoy diciendo algo que valga la pena?, ¿no querrás un café, algo de agua?, ¿a qué hora sale tu tren?, de veras que…?” ) y hablando, por ejemplo, de Rusia (“Que la OTAN quiera acercarse tanto a Rusia es una ofensa para ellos”) con la misma certeza o con la misma duda con que en su literatura mezcla poesía y prosa como quien busca adentro (y no afuera, no en el ruido) lo que recuerda y no lo que quiere olvidar.

Cuando al fin me puse a la máquina para darle forma a la entrevista, para enviarla al periódico (se publicó en casi todos los diarios de Prensa Ibérica, empezando por El Periódico de España, en torno al 16 de agosto de 2022, hace nada), se me ocurrió asociar a Olga a un personaje inventado por Alfredo Bryce Echenique (en La amigdalitis de Tarzán) al que él le atribuyó este hermoso resumen escrito por Hemingway: “Conoció la angustia y el dolor, pero nunca estuvo triste una mañana”.

Hablando con ella sentí ese pudor que no sé si es propio o no de los periodistas: la libertad de querer abrazar a aquel al que has preguntado, pues ella inspira cercanía y abrazo, por esa parte de angustia y de dolor que transmite lo que recuerda y también por la fuerza con la que muestra, cada mañana, en lo que escribe en los periódicos, por lo que guarda en su mirada, siempre que responde a la llamada de la escritura. Pocos como ella abrazan la escritura con esta pasión, con esta intuición de lo que es la literatura cuando de veras va quemando por dentro y al final es más un corazón que simplemente un libro.