El Mundial político

Nunca como ahora, la connotación política del Mundial proyectará tan nítidamente el convulso orden global

Irán vs Senegal

Irán vs Senegal / JF

Vicent Chilet

Vicent Chilet

Con el Mundial de Catar me pasa como con cada Valencia-Barça jugado en horario diurno o esas visitas recientes a San Mamés con la camiseta suplente: no me creo nada y noto que me están tomando el pelo. Un Mundial tiene su propio contexto. Suena a canción veraniega, a televisor con interferencias sacado ‘a la fresca’ y con los balcones del vecindario tomando partido por cada selección simpática que se mida a alemanes o franceses. En los Mundiales el tiempo se estiraba, se rescataban sillas plegables y el aire olía a salitre, protector solar y a la «murta» y pólvora de las fiestas patronales. En realidad, quizás al Mundial de siempre ya solo le quedaba el verano, lo cual no es poco. Por no quedar, ya no va ni Italia.

Estoy bastante alejado de un Mundial levantado con la muerte de 6.500 obreros sin nombre. Es un campeonato casi anacrónico en un negocio en las reglas básicas han cambiado con la idolatría creciente hacia los jugadores como producto singular, mientras los clubes se desconectan de las ciudades y los escudos menguan, estilizados en una misma uniformidad estética.

Pero quizás, nunca como ahora, la connotación política del Mundial proyecte tan nítidamente el convulso orden global. Comenzando por la sede, que le da el aire de invierno austral de la oscurantista designación de Argentina en 1978 en plena dictadura. Y también por el posicionamiento en los últimos meses de jugadores y selecciones que reafirman la notable carga política que siempre ha acompañado al fútbol. Las camisetas neutras que ha anunciado Dinamarca, con una segunda equipación de luto. O el acto de protesta de la selección de Irán, que tapa el logo del régimen y no celebra goles en solidaridad con la lucha de las mujeres del país. El gobierno les ha amenazado con ser expulsados del combinado, apenas un mes de viajar a la fase final de Catar. Un país bajo cuyo lujo y hermetismo, con cada himno nacional, latirá un escenario de millonarias audiencias para el futbol o cualquier otra reivindicación que se precie. Incluso Brasil acudirá a la cita con su principal estandarte, Neymar Jr, posicionándose abiertamente a favor del ultra Jair Bolsonaro, justo 40 años después de la «Democracia Corinthiana» impulsada por el médico y centrocampista de la «canarinha» Sócrates.

También: la alianza simbólica de Ucrania a la candidatura ibérica de España y Portugal, como las antiguas casas reales que concertaban matrimonios para expandir imperios, contiene un alto grado de maniobra política. Hasta el gobierno argentino ha intervenido para frenar la escasez en los kioscos de «figuritas», nuestros cromos, pasión nacional albiceleste. El Mundial de Catar no programará las noches de verano, pero será necesario verlo con perspectiva para captar toda su extensión sociológica y los choques de placas tectónicas de una Historia escrita con la hache muy mayúscula. La repercusión del fútbol siempre lo convertirá en un artefacto político. En Catar o en València, con estadios de antiguas burbujas por acabar y copas republicanas por reconocer.