Rebelión en Rusia

La implosión de Putin

Matías Vallés

Matías Vallés

Putin es un espía, su único oficio conocido. Con este bagaje sumado a un poder infinito, ha sido incapaz de detectar la sublevación del más fiel de sus lacayos, por lo que implora aterrorizado que "no permitiremos otra guerra civil". Peor todavía, elogia a los amenazantes mercenarios de Wagner, que se disponen a decapitarlo "por una ambición desorbitada".

Enhorabuena a los temblorosos estadistas occidentales que insisten en concederle un aura diabólica a un vulgar asesino. Enhorabuena sobre todo a los analistas electorales, fact checkers y demás parásitos que atribuyen a Putin la potestad de distorsionar elecciones en países lejanos, cuando la caverna moscovita no controla a un sangriento pelagatos armado que ni siquiera es militar. Cualquier periódico sensacionalista es más útil que la plaga de expertos de mesa camilla con cátedra a cuestas, que todavía no han pedido perdón por su sentencia de que "Rusia no invadirá Ucrania".

El vendedor callejero de perros calientes llamado Prigozhin debería ser contratado por las universidades estadounidenses de management. Como mínimo, ha humanizado al aterrorizado Putin, pero no es más demócrata que Navalni, Limonov y demás opositores al dictador ruso. Sin embargo, y como decía Churchill, "se necesita a unStalin para derrotar a un Hitler". A falta de un estadista mundial digno de tal nombre, los gerentes de los países privilegiados se limitan a suplicar que el "conflicto interno ruso" no se desborde.

La guerra deUcrania negada por los muy informados debía empezar con la fuga de Zelenski, y acabará con Putin. El espía sobrevalorado no supo calibrar que estaba amamantando a un traidor con planes propios. Otro error occidental consiste en atribuir al solipsista del Kremlin, enloquecido por el confinamiento de la covid, una vocación desmedida por su patria. Emotivo, pero la gran potencia rusa ha quedado reducida a la prepotencia para disimular la impotencia, y sobre todo la incompetencia.

La ultraderecha patriótica española pierde a su líder más cristianísimo y relevante.

Prigozhin ha librado más de una guerra, Putin jamás. Erdogan salió con bien de un alzamiento similar, pero es probable que tuviera la astucia de haberlo montado, o cuando menos encauzado. Gorbachov cayó de golpe, el imperio estadounidense solo peligra por la multiplicación de algaradas libertarias sin orden ni concierto que convierten al Congreso de Washington en una hamburguesería de entrada libre.

Rusia no empieza a pagar el fracaso de Ucrania, sigue abonando las facturas de Afganistán. Los imperios empiezan a desmoronarse con expediciones vanidosas, trasladan el coste de los conflictos a la defensa de sus fronteras y acaban derrumbándose hacia el interior.

Implosionan, en la palabra de éxito esta semana para definir a los suicidas de lujo. El desenlace de la asonada equinoccial del conquistador Prigozhin es previsible y de importancia menor. La clave radica en la nueva adscripción profesional de Putin, payaso. El bufón implosionado contribuye a ridiculizar a los gobernantes occidentales que se postraron ante su figura tragicómica, de George Bush en adelante.