El día que tiraste a Paco

Si presides un club que se juega el futuro y ves que los tuyos salen a mantener el cero a cero, lo mejor que puedes hacer es irte del palco y marcharte a casa

Quico Catalán y Paco López

Quico Catalán y Paco López / SD

Gauden Villas

Gauden Villas

No habían nacido ayer ninguno de los dos personajes que miran a la cámara sabiendo que los abrazos en el fútbol duran cinco partidos sin ganar. Quico se agarra al tipo que hizo que el Levante se conociera de Southampton a Tombuctú gracias a los goles que el Comandante clavaba en la escuadra de Madrid y Barcelona. Soy el más grande que por este sillón ha pasado, parece pensar. Paco, por su parte, contiene la sonrisa, quizás porque sabe que en poco tiempo lo van a traicionar. No se descarta que en algún papiro egipcio hubiera leído, con esos ojos de sacerdote de cuidadas cejas, que tras él ya nada sería lo mismo en la casa granota.

En el fútbol, como en la vida, solo existe el ahora. Que se lo digan a Paco López. Despidiendo al mejor entrenador de la historia del club, Quico empezó a cavar su tumba, que terminó por rellenar echándose en brazos de entrenadores que, tras el de Silla, hicieron el ridículo casi desde que llegaron al banquillo azulgrana. El poder termina por ensoberbecer a casi todos y, por ello, es poco recomendable agarrarse a la poltrona más allá de unos cuantos años. Quico supo cambiar de peinado cuando la gomina se convirtió en sello de horteras meridionales, pero no alcanzó a ver que el fino olfato que le acompañó en sus inicios al frente del Levante le había abandonado. Los halagos, que le llevaron a creerse más de lo que en realidad era, no le faltan ni siquiera en su despedida, pero sus dos últimos años como presidente lo desacreditan para la posteridad. Cualquier empresa seria lo habría cesado el día que puso el equipo a cargo de un imberbe italiano con la misma experiencia en el fútbol que un vendedor tailandés de lichis.

La crueldad con la que se perdió el último tren del ascenso no fue sino el merecido castigo a una plantilla mal diseñada y en manos de un técnico cobardica y perdedor, que llegó al gran hito de su carrera muerto de miedo. Si presides un club que se juega el futuro, casi la vida, a un partido en casa con el campo lleno y ves que los tuyos salen a mantener el cero a cero, lo mejor que puedes hacer es abandonar el palco y marcharte para casa antes de que te eche uno de esos centrales lamentables que sigues teniendo en nómina.

El Levante necesita otra cosa porque esta versión de Catalán ya no da para más. Si con el mejor presupuesto de la categoría diseñó un equipo incapaz de hacerle un gol al Alavés en tres horas y media de aburrimiento criminal, produce pavor pensar lo que podría hacer ahora que va a tener que recortar gastos. En el mismo bote salvavidas tienen que saltar director deportivo y entrenador. Dos peligros futbolísticos. Y de vender a Pepelu y compañía, que se encargue otro. Un Pepelu, por cierto, que en ese playoff final se mostró bastante discreto. Y es ahí, en las grandes ocasiones, cuando los buenos demuestran lo que valen. Esperemos no vivir otro caso Jason, que llegó al Valencia a coste cero y acabó resultando caro por su absoluta irrelevancia.

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