Nosotros, los nuestros

Mestalla se ha convertido en el bastión más rebelde, en la salida más incómoda para el Madrid

Los jugadores del Valencia CF celebran un gol contra el Madrid en Mestalla

Los jugadores del Valencia CF celebran un gol contra el Madrid en Mestalla / JM LÓPEZ

Vicent Chilet

Vicent Chilet

Los más de 800.000 mensajes contra Peter Federico con un «alto grado de violencia» y connotación racista llenarían cuatro veces la capacidad del Maracaná de 1950, pero no han generado una respuesta mediática a la misma altura, ni tampoco una implicación directa de estelares abanderados contra esa lacra. El racismo se propaga en todas las direcciones, pero su eco circula en diferentes escalas. La estridencia informativa generada en las dos últimas visitas del Real Madrid arrasa con todo y deja toda clase de asuntos damnificados. Entre ellos, los sendos partidos con los que un Valencia, juvenil y heroico, ha plantado cara al conjunto de Ancelotti, que ni en mayo ni en marzo logró arrancar una victoria. En el momento más imprevisto, con el escenario aplanado para dibujar la relación condescendiente de otras épocas, coincidentes con un Valencia lejos de los títulos, Mestalla no se ha convertido en el balneario, acorde con las ofrendas del nuevo tiempo político. Al contrario, se ha erigido en el bastión más rebelde, en el desplazamiento más incómodo de los merengues.

De aquel mayo dramático, tan lejos de los mayos de Saint Denis y San Siro, a este marzo siempre refundacional. En la calle más contestataria, en la grada más fiel y en el césped, en el que late un equipo de alma desbocada. Lo observo en mi entorno. Desde el espectador más desencantado, coleccionista de momentos que no volverán, a la chavalada que no vio el doblete, pero que ocupa una quinta parte de un Mestalla siempre lleno. Pero todos coinciden en el grado de identificación puro que les transmite este Valencia de Baraja ¿Qué necesitamos para sentirnos representados en un colectivo? La creencia extendida apunta a las expectativas, a la ilusión y a todos esos golosos ingredientes que nos llevaron a silbar a presidentes honrados y a acusar de aburridos a entrenadores eficientes. Y casi nunca como ahora ha persistido la feliz percepción de que estos jugadores «son los nuestros». Un bloque que desde la supervivencia y el sufrimiento ha adquirido una competitividad envidiable. Desde mediados de los 80, los años de plomo, que no se asistía a esa armonización entre equipo e hinchada, sin promesas de por medio. Me lo confirmó el camarada Peio Bort, radiante de ver a su hijo Lucas tan entregado a la causa en esta época de estrecheces, igual que él lo estaba en el 86. 

Son los nuestros. Un vestuario en el que no se detectan aparentes familias pero que ha madurado a la carrera y soportando todas las embestidas: las externas de los rivales y sobre todo las internas de una gestión alejada de la altura del compromiso de los nanos. El orgullo casi amateur de Sergi Canós. La compenetración huracanada de actores llamados a ser secundarios. La referencia de Gayà, leal como Arias, Fernando y Subirats. Esa intuición canchera de Hugo Duro para cabecear a gol un remate mordido, descoser a toda una defensa rival dejando pasar una pelota y cambiando el destino de todo un partido exigiéndole a Gil Manzano, con el corazón en la garganta, que pitase el final.

Honor a este equipo de amigos, que celebra los goles igual que se protege de las desgracias, en abrazos grupales sin distinciones. Fíjense en las fotos posteriores a cada gol. O en la fraternidad en torno a Diakhaby, el compañero caído. Por más que se acumulen ventas, infortunios y rodillos mediáticos, más irreductibles parecen. Más se asemejan a la masa social insurrecta ante el mapa accionarial. Nosotros, los nuestros.

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