Opinión

Mestalla immersive experience

Yo también he sido turista en otros estadios, también he jugado a ser de otra tribu, me digo, para aplacar mis humos

Imagen de la manifestación fuera de Mestalla durante el Valenica - Girona

Imagen de la manifestación fuera de Mestalla durante el Valenica - Girona / Eduardo Ripoll

Igual alguien decidió estirarse en mi asiento vacío, o apoyar el bocata, o el vaso de Coca-cola. Sería raro que, con la falda de Mestalla tan despoblada, el domingo alguien decidiera escalar hasta el tercer anillo, pero es cierto que en esta época del año ahí arriba sopla una brisa de las narices que gusta mucho a los turistas.

Los hay a montones, en nuestra grada. Llegan con la camiseta recién estrenada y son educados, de modales templados y moderadamente animosos. Reman normalmente a favor del equipo de casa y se contagian de nuestra fiebre si el partido lo exige. Añaden pitos a los abucheos y palmas a los aplausos, se congratulan con nuestras victorias y se lamentan cuando nos dan una buena tunda. Los más aplicados puede que se sumen a la liturgia del minuto 19, es un cántico sencillo, al fin y al cabo, apenas cinco sílabas. A la media parte los ves deleitarse con ese airecillo de tarde que a los enclenques del sur de Europa nos hace abrocharnos la chaqueta.

Algunos exhiben una mueca de disgusto -de abatimiento real, no como cuando nos cuelan un gol- cuando en la barra junto al vomitorio les recuerdan que la única cerveza que se vende en el estadio es sin alcohol. Es el único incoveniente en la experiencia aunque, para que no se vayan con la decepción de no sentir lo que ocurre en una grada ebria, algún parroquiano de los de siempre se levanta de vez en cuando, agita la barandilla y se caga en la madre que parió al árbitro o a nuestro pivote defensivo.

Forman colas tan largas que son casi longevas. Hace un puñado de años, antes de la pandemia, nuestra puerta de acceso al campo era una bendición: podías llegar con el pitido casi a punto. Si había tumulto se descongestionaba en un pispás porque ahí nos mezclábamos los de aquí y los de allí y los de aún más allá en dúos, tercetos, cuartetos de amigos a lo sumo, cada individuo empuñando el plástico duro o el papel caduco, en un desfile acompasado. No sé cuándo se desató el fenómeno, pero ha ocurrido: enormes grupos de cruceristas, despedidas de soltería, viaje de graduación desde Reikiavik. Siempre va alguien delante con el fajo de entradas que le facilitaron los de la agencia, haciendo recuento de cabezas mientras los muchachos de los tornos comprueban meticulosamente que está todo en orden. Hay equívocos, diálogos imposibles, lost in translation y una fila de gente que va creciendo hasta la huerta.

Nuestra reliquia arquitectónica debe de estar causando furor en las ferias de turismo; me pregunto cómo habrán encajado al vejestorio al lado de la futurista Ciutat de les Arts. Lo vintage, claro. Está todo bien, supongo, es el signo de los tiempos. Yo también he sido turista en otros estadios, también he jugado a ser de otra tribu, me digo, para aplacar mis humos. He disfrutado de esa inmersión amable sin los atavismos ni las melancolías ni los profundos temores de aficionados locales, ya sea al descenso o a la desaparición, o a que su alma fuera despedazada por un holding sin rostro. Yo también he sido de esos que prefiere Lim y todos los Lim de este mundo: un visitante agradecido en un parque temático.

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