Opinión

La excepción de Mestalla

El tiempo no ha dejado de avanzar en València y por supuesto también en Glasgow, un estadio ahora europeizado

Los jugadores del Celtic, saliendo de los vestuarios

Los jugadores del Celtic, saliendo de los vestuarios / Celtic

El tiempo no pasa en Celtic Park, pensé al ver el martes la imponente puesta en escena, ambiental y futbolística, del Celtic de Glasgow contra el Real Madrid. Todo parecía tan clásico, tan verdadero que la memoria iba emitiendo recuerdos de adolescencia tan reconfortantes que en cualquier momento alguien iba a gritar «¡hay bombón helado!», como si fuera el Mestalla de 1991. Y sin embargo el tiempo no ha dejado de avanzar, en València y por supuesto también en Glasgow, en un estadio ahora europeizado con la tradición italiana de la curva y el tifo, y hasta con la moda de los juegos de luces. Un espectáculo que huele más a palomitas que al aliento de cerveza que quedaba suspendido en el aire gélido tras escuchar el ‘You’ll never walk alone’ en la visita del Valencia en el invierno de 2001. La actual colección de nacionalidades de los “bhoys” dista mucho de la generación de los ‘Lisbon Lions’, nacidos todos en Glasgow y su periferia, que ganaron al Inter la Copa de Europa de 1967, recordada con la constelación de linternas de móviles en cada minuto 67. Y su latido republicanista irlandés también es ahora internacionalista pro-palestino. Desde el epicentro embrionario de los pubs de Gallowgate, la dimensión del Celtic es global, pero no ha cambiado la esencia.

En ‘Club a la fuga’ (Barlin Libros), Vicent Molins, con su perspectiva siempre lúcida analiza la desconexión de los clubes de fútbol y las ciudades que los acogen, de las que ya no tienen tanta dependencia. Los estadios, definiciones encapsuladas de las urbes, eran capaces de anticipar cada futuro viento social. Y es así como la ambición roigista por fichar a Romario explicaba con una década de adelanto el afán por la Copa América. Pero hoy ni la densidad poblacional y el arraigo comunitario condicionan la gestión de los equipos en un contexto en el que las ciudades padecen la paralela despersonalización, embestidas por las franquicias. El Valencia es el ejemplo paradigmático que usa Molins. Como expresión histórica del stablishment provincial, ha sufrido la pérdida de influencia de los poderes locales a los que vinculó sus grandes proyectos y, completamente exhausto, acabó rendido en brazos de Peter Lim. Mestalla sigue siendo el escenario, como un centro histórico entregado a los apartamentos de alquiler, de un club teledirigido desde otras coordenadas e intereses, de espaldas a su masa social.

A diferencia de la resistencia social anglosajona, por puros principios, contra la tentación de la Superliga desde Múnich a Old Trafford, la progresiva ausencia de vinculación comunitaria es una mutación con la que, a orillas del Mediterráneo, se puede llegar a convivir siempre que las expectativas deportivas acompañen. Pero en Mestalla no solo no se han dado sino que han puesto en peligro la viabilidad financiera del club, articulando una respuesta organizada en el estadio, en la calle, en los juzgados y en las sedes de gobierno. Una réplica que nos recuerda que, bajo la capa voluble de las promesas de títulos, persiste una implantación territorial masiva de un valencianismo que quiere ser protagonista.

De este Valencia no solo me ha llamado la atención la frescura estética y el carisma de Gattuso, sino la presencia continuada de 40.000 aficionados en los tres primeros partidos. Un estadio lleno siempre será la soberana expresión de un club vivo del que no se debe infravalorar una influencia de la que el club toma nota con gestos, que son pequeñas conquistas: escudo del Fe-Cé, himno regional en modo abreviado de selección más cantable, solidaridad con las poblaciones afectadas por los incendios… A los hinchas de San Lorenzo de Almagro les ha costado más de cuatro décadas volver al barrio de Boedo, del que quedó desterrado por la dictadura de Videla, que colocó en el Wembley argentino un centro comercial. El reverso de la profecía global. El fútbol y las ciudades siguen su proceso quizá irreversible de desconexión, pero un Mestalla lleno, festivo y exigente siempre apelará a la excepción de que, como en Celtic Park, el tiempo haya llegado a detenerse.

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