Ayer Lamine

Mientras asomen ídolos, habrá fútbol. La infancia renovando clientela. La novedad agitando banderas y haciendo afición

Lamine Yamal celebra un gol con Nico Williams

Lamine Yamal celebra un gol con Nico Williams / Reuters

Enrique Ballester

Enrique Ballester

Si yo fuera Lamine Yamal y debutara en el Barça y en la Selección con 16 años, lo llevaría regular tirando a mal. Lo primero que haría sería volver al colegio y preguntar por los profesores. ¿Dónde están ahora todos esos que me decían que estudiara, que el fútbol no me daría de comer? ¿Dónde están los que no me dejaban jugar con la pelota en el recreo? ¿Dónde?

Por suerte para el Barça, la Selección y la sociedad en general, yo no soy Lamine Yamal. Ni me acerco.

Cuando un talento precoz irrumpe en el escaparate futbolístico, una serie de tramas comienza a su alrededor. Una de las más inofensivas y absurdas es la carrera por ver quién lo descubrió. Quién lo conoció antes que los supuestos expertos. Quién iba a apoyarlo en los campos de barro. Quién es tan listo que lo vio venir de lejos. Quién dijo primero que ese niño iba a ser muy bueno.

Malvivo con varios amigos especialistas en esto, amigos que incluyen el espíritu cazatalentos en su receta mágica para la resaca, amigos que han apurado la juventud infinita con matinales de Burger King, partidito de alevines en la difunta tele del Barça y Espidifen 600. Mis amigos culés discuten ahora por esa medalla epifánica con Lamine Yamal, como era de esperar. Uno dice que lo vio con la selección sub algo y que nos avisó, pero no lo recordamos. Otro se inventa un torneo de fútbol base que nunca ocurrió y otro jura tener un sobrino que iba con Yamal a clase y nos lo recomendó. Todos presumen de habilidades ojeadoras, cada cual más demencial y sospechosa, pero soy el único que aporta pruebas. La temporada pasada tuiteé ‘Ayer Lamine, bailando por ahí’, lo que significa que soy idiota, que ya conocía a Lamine y que no había olvidado a Juan Magán.

La delgada línea que separa el bien del mal

El gran monstruo del fútbol necesita constantemente alimento fresco y Lamine ha aparecido en el momento perfecto -el del adiós definitivo del tótem Messi y con la esperanza Fati en un hasta luego-. Las novedades cíclicas fidelizan y crean afición. También generan visitas y venden periódicos. Algunas son tóxicas de veras: la polémica arbitral o el odio sistémico. Otras son más sanas: la ilusión por el joven ídolo. Esa fascinación sucesiva y eterna. Mientras asomen ídolos, habrá fútbol. La infancia renovando clientela. La novedad agitando las banderas.

A veces queremos que nuestros hijos vivan su vida a través de nuestra experiencia. En el coche, a menudo pongo la música que me gusta a mí, a ver si alguna canción cuela. Por la noche, antes de dormir, a mi hijo Teo le enseño en Youtube los mejores goles de las últimas décadas. El otro día se me sentó al lado y dijo «papá, nos hemos perdido muchas cosas». Le pedí que me desarrollara la idea y así lo hizo, con aire meditabundo: «nos hemos perdido los dinosaurios, los cavernícolas, los faraones y a Pelé’». Eso me dijo Teo y me dio algo de pena. Un niño de casi 7 años echando de menos a Pelé y viendo en la cama goles de Fowler, Raúl y Le Tissier. Un niño que pide la camiseta de Messi para su cumpleaños, pero no por lo que ha vivido, sino por lo que le han contado. He decidido que poco a poco dejaremos esos videos viejos, porque no es justo para nadie vivir en un tiempo ajeno, y el tiempo de Lamine quizá no sea el mío, pero sí el de todos los Teos. Un tiempo ni mejor ni peor. Un tiempo necesario y nuevo.

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