La ronda francesa

El Tour va de la casa de Ocaña a los Pirineos

La prueba vivió un accidentado esprint ganado otra vez por Philipsen en una llegada que se celebró a solo cinco minutos en coche de donde vivió el legendario corredor español.

Sergi López-Egea

Luis Ocaña vivía en Nogaro donde las destilerías convierten el vino blanco en Armagnac, el licor que lo arruinó. “Haz vino y déjate de historias”, le dijeron los amigos cuando compró las tierras, pero como él era muy cabezota fue a lo suyo hasta que se pegó un tiro en la sien el 19 de mayo de 1994. Tenía 48 años. Y vivía a apenas cinco minutos del circuito automovilístico donde este martes Jasper Philipsen consiguió su segunda victoria consecutiva en el Tour tras un esprint con varias caídas.

Fue uno de los grandes ciclistas de la historia de España, el que ganó el Tour de 1973 y el que habría conseguido el de 1971, después de noquear a Eddy Merckx, el primero en conseguirlo, sino se cae de amarillo en el descenso de Menté. Aquello fue un drama. Los niños lloraron, un llanto por un ciclista tozudo, que creció con el hambre de la posguerra, que vivió en el Val d’Aran porque su padre se empleó en la construcción del túnel de Vielha, para emigrar luego a Francia donde acabó su vida simpatizando con Jean-Marie Le Pen.

Los Pirineos, que se estrenan con su dureza cuando el Tour 2023 todavía no ha salido del cascarón, no los tenía muy lejos, hasta el punto de que en toda su bravura como corredor podía hacer en un día, si se levantaba temprano, la ida y vuelta hasta la cima del Tourmalet, la más legendaria cumbre ciclista que se sube este jueves en el año en el que habrá que regular el tráfico de bicis, porque por allí ascienden a final de mes las participantes del Tour Femmes y en septiembre la Vuelta.

De viaje al Giro

Fue su cordillera y hasta tiene una curva de homenaje en el Portillón, cerca de la frontera que divide tierras francesas y aranesas. Allí se empezó a fortalecer como ciclista. 29 años después de su muerte, que pilló en ruta a Italia a todos los que se disponían a seguir a Miguel Induráin en su reto imposible por conquistar tres Giros seguidos, el Tour lo homenajeó, lo más cerca posible de su casa, que compró otra familia, para convertirse en la etapa que sirvió para abrir la puerta de los cercanos Pirineos.

Son las montañas que aguardan una nueva entrega del duelo entre Jonas Vingegaard y Tadej Pogacar, con el joven Carlos Rodríguez y el veterano Mikel Landa al acecho -o eso se espera-, después de dos días en las que el Tour se puso la careta del aburrimiento con el que se corrió todo el mes de mayo el Giro, exceptuando la contrarreloj final. Este miércoles llegan las subidas al Soudet y el Marie-Blanque antes del descenso a la meta de Laruns y el jueves, el día grande de los Pirineos, con el Aspin y el Tourmalet antes de la subida final a Cauterets.

Posiblemente, por la dureza de las dos jornadas pirenaicas y por el cansancio ocasionado tras la intensa salida del País Vasco, los corredores quisieron tomarse dos días como si tuvieran unas vacaciones cicloturistas pagadas por el Tour, a excepción de los kilómetros finales, aburrimiento y moscas, ahora que los insectos han vuelto a la ronda francesa tras un año sabático.

Etapas cortas y peligrosas

No queda otra, sin embargo, que colocar alguna etapa que invita al tedio porque si no no lo aguantarían, ni ahora Pogacar Vingegaard, ni hace 50 años Ocaña y Merckx. No pueden estar todo el día azotándose con el látigo. Y porque, además, a todos les aguardan dos etapas cortas y peligrosas. Que nadie sabe cómo se encuentra realmente ya que los montes vascos fueron una broma comparado con lo que llega ahora.

Al público le da igual. Eran los que se reunieron cerca de las antiguas viñas de Ocaña, en un día de bochorno, en lo meteorológico y deportivo, para aplaudir a los corredores, que al final fueron rápidos, y los que durante dos días ocuparán las cunetas pirenaicas al eterno grito de ‘¡Vive le Tour!”.